Qué vulnerable era nuestra incipiente democracia, producto de siglos de sacrificio y compromiso, pero tan fácil de desmantelar, construida en sangre por las luchas persistentes de un pueblo inconforme con la injusticia, la marginación, la opresión y la dictadura. Qué triste es ver escapar esta flor, como el sol menguante que desaparece en el horizonte al final de un día preciado. Qué descorazonador perder las conquistas, las esperanzas y las expectativas de tantas décadas. Los que están en el poder descalifican los esfuerzos del pasado. Distorsionan nuestra visión histórica. Desacreditan a nuestros héroes y mártires, esconden la verdad detrás de medias verdades y mentiras en un afán por conquistar corazones y mentes de un pueblo desesperado y convertirlo en dóciles seguidores. Nos insultan utilizando las imágenes de nuestros santos al anunciar políticas, programas y prácticas que polarizan nuestra sociedad, generan odio, concentran poder, violan las leyes y la constitución de nuestra nación y reprimen y marginan a toda oposición.
Siguen el camino del autoritarismo y del totalitarismo:
De igual forma, los que ahora están en el poder nos ahogan en propaganda tratando de convencernos de que traen el cambio con crecimiento y desarrollo sostenible. Encubren la realidad de nuestro país detrás de una pantalla digital llena de promesas y proyectos incumplidos mientras que promueven políticas, programas y prácticas que revelan su verdadera naturaleza y sus verdaderas intenciones. No entienden que el desarrollo es un proceso altamente participativo que empieza a nivel local con planificación y transparencia, que una vida mejor para la ciudadanía requiere de avances sustanciales en la educación, la salud, la vivienda digna y el empleo, que el uso desproporcionado de fondos públicos para la propaganda no genera el cambio real, que el continuo fortalecimiento de la policía y el ejército, con recursos que podrían invertirse en la erradicación de la pobreza, es un desperdicio y una amenaza grave a la seguridad, que la ambición ciega de poder en manos de la presidencia nunca podrá generar confianza y unidad; que la falta de una democracia verdaderamente participativa nunca podrá traernos estabilidad política y que la violación sistemática de los derechos humanos no puede traer la paz.
Mientras la comunidad internacional, en solidaridad con las fuerzas sociales del país, reacciona con creciente preocupación frente las graves violaciones de los derechos humanos en El Salvador, el Gobierno responde con animosidad y odio, asignando las causas profundas del malestar social a siglos de intervención y dominación extranjera y exigiendo respeto a la soberanía nacional. Hay un elemento de verdad en la afirmación de que fuerzas externas han contribuido de manera importante a la injusticia estructural y a la violencia política que han caracterizado a El Salvador a lo largo de su historia, empezando con la conquista española, siguiendo con siglos de colonialismo y de intervención norteamericana en tiempos modernos y con décadas de neoliberalismo liderado por el Fondo Monetario Internacional. Pero también es cierto que las tendencias antidemocráticas de las clases políticas oligárquicas, con ceguera y voracidad y aliadas con los militares, promovieron durante décadas la dictadura, la injusticia y la miseria, mientras que bloquearon los intentos del pueblo por promover cambios necesarios en el país.
Las demandas de Bukele a favor de la soberanía nacional también serían legítimas si buscaran liberar energías y fuerzas para un cambio positivo en el país. Sin embargo, estas demandas son cuestionables cuando intentan defender un statu quo que viola sistemáticamente derechos humanos universales. Bukele ignora que vivimos en un mundo globalizado con acuerdos, convenciones, tratados y mandatos institucionales para promover y proteger principios y valores ampliamente compartidos por la humanidad. La soberanía, en este contexto, no significa que los gobiernos puedan actuar sin tener en cuenta estos principios universales. El encarcelamiento arbitrario, sin pruebas de culpabilidad y sin el debido proceso, de miles de jóvenes en El Salvador por el simple hecho de residir en comunidades pobres, controladas por las pandillas, no es permisible, como tampoco es permisible la recién anunciada reelección del presidente Bukele en clara violación de la Constitución de la República. De igual manera, no es permisible la destrucción de la selva amazónica por el gobierno actual de Brasil o la violación y destrucción de territorios indígenas por la minería promovida por el gobierno de Perú o el asesinato de mujeres en Irán por violar los estrictos códigos de vestimenta de ese país. En todos estos casos, la comunidad internacional tiene el derecho y la obligación de opinar.
El 15 de septiembre pasado, Bukele confirmó que buscará su reelección y recordó a otro dictador en la historia de El Salvador, el general Maximiliano Hernández Martínez, quien intentó permanecer en el poder en violación de la Constitución en 1932 (luego de la matanza de miles de indígenas en la parte occidental de El Salvador) y se presentó como un mesías que había venido a salvar a su pueblo, tal como lo hace Bukele hoy en día. Ha habido poca reacción de la población de El Salvador frente a este nuevo reto. La mayoría de la ciudadanía todavía cree en la propaganda y en las promesas de Nayib Bukele y pone más importancia en esas promesas que en conceptos complejos y, para muchos, abstractos, como la democracia. No obstante, la oposición está creciendo, asustados con la rapidez y profundidad del desmantelamiento de tantas décadas de avance y consolidación de nuestra democracia. En este contexto complejo, estamos agarrándonos con fuerza, con esperanza y con amor a la lucha, preparándonos para resistir frente a las enormes pérdidas sufridas por nuestra democracia en tan poco tiempo y por los enormes retos que nos enfrentan una vez más.
* Andrés Mckinley, especialista en agua y minería de la UCA. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 107.