Este miércoles 28 de agosto se cumplió medio siglo del célebre discurso que Martin Luther King dio al culminar la marcha por el trabajo y la libertad. De pie, en las gradas del monumento a Abraham Lincoln, el líder de la lucha por la emancipación plena de la población afrodescendiente en Estados Unidos pronunció una frase corta y contundente, que quedó grabada por siempre en la historia: "Tengo un sueño". Y ese sueño hizo soñar, con razón, a la parte buena del mundo: esa que anhela y trabaja por la utopía de que sea mejor. A pesar de los obstáculos de ese entonces y de los que hubo después, incluido su asesinato artero el 4 de abril de 1968, King imaginó un país habitado por seres humanos iguales en todo sentido, disfrutando del bien común; ese que a El Salvador aún no llega. Buen ejercicio resulta, pues, rescatar de la quimera de King lo que los Acuerdos de Paz todavía le deben a nuestra sociedad y recrearlo —en lo posible— desde la mirada de las víctimas.
En 1863, Lincoln proclamó la libertad de los esclavos en la mayoría de los estados de la unión. "Este trascendental decreto", dijo King en su discurso, "llegó como un gran faro de esperanza para millones de esclavos negros y esclavas negras, que habían sido quemados en las llamas de una injusticia aniquiladora. Llegó como un amanecer dichoso para acabar con la larga noche de su cautiverio". "Pero cien años después", acotó, "las personas negras todavía no son libres". Hubo entonces que seguir la lucha contra la segregación racial para transformar un estado de cosas que no cambió por dictado oficial.
Acá ocurrió algo similar cuando el 16 de enero, las partes beligerantes firmaron el acuerdo de paz en Chapultepec, México, y dejaron de combatirse. Pero el hambre, la sangre y la impunidad siguieron y siguen presentes negando lo que se pretendía alcanzar: la paz. A estas alturas, pues, en lugar de hacerse realidad el sueño de vivir en una democracia real y con respeto irrestricto de los derechos humanos, las mayorías populares salvadoreñas permanecen sumidas en una prolongada pesadilla. Las partes involucradas en la negociación y suscripción del acuerdo de paz coincidieron cuando lo firmaron. Pero después ya no volvió a haber consenso sobre la realidad nacional ni sobre las soluciones para sus problemas. Depende de dónde estén.
Cuando están en el Gobierno, dicen que las cosas van bien y que los problemas —que son culpa de los otros— se están resolviendo; y por eso, no hay razones para preocuparse tanto. De forma simplista, a conveniencia, cantan victoria en los actos oficiales. Desde la oposición, se quejan por el rumbo del país —también, culpa de los otros— sin ser capaces de aportar, seria y sustancialmente, a la solución de los problemas que denuncian. Así, una y otra parte contribuyen a alejarnos del sueño. A esas voces se suman las que, desde fuera, sostienen que El Salvador es un "modelo a seguir". Esas son los que maquillan realidades y, después, no saben qué hacer cuando les explotan en la cara.
¿Y la gente que está abajo? Las mayorías populares, que no pertenecen a las cúpulas partidistas ni viven de estas, ¿qué dicen sobre esos casi veintidós años transcurridos desde que callaron los fusiles gubernamentales e insurgentes? ¿Qué opinan las personas sin trabajo, con empleos informales o despedidas? ¿Qué opina quien no alcanza a cubrir con su salario de hambre el costo de la canasta básica? ¿Qué opina la población que no obtiene una justa respuesta a sus demandas cuando llega a las instituciones creadas o reformadas después de la guerra? ¿Qué opinan los padres de Ramón Mauricio García Prieto Giralt y las familias de Alisson Renderos, de Miguel Gallardo, de los que murieron en el incendio del microbús en Mejicanos y de tantas otras víctimas de la violencia actual? ¿Qué piensan las niñas y los niños de la calle? ¿Qué opinan las madres y las familias de toda la gente que desapareció por la fuerza durante la época de la violencia política generalizada y de la guerra? ¿Qué dicen las víctimas sobrevivientes de las masacres en El Mozote, el Sumpul, El Calabozo y tantos otros sitios del campo y las ciudades? ¿Qué opinan las víctimas que ven a sus victimarios protegidos por la impunidad?
A toda esa gente que sufre y lucha no la convencen los triunfos que anuncia la demagogia oficial de turno, del color que sea; tampoco la convocan las quejas sistemáticas de la oposición, también del color que sea. Esos protagonistas y padrinos de la pesadilla nacional que antes hicieron la guerra se viven peleando en la Asamblea Legislativa y en los medios de difusión. Pero ni uno ni otro han considerado como es debido a esa población que merece respeto de su dignidad y de sus derechos. Pese a que siempre han hablado en su nombre, la han defraudado y la siguen defraudando. Lo que podían hacer ya lo hicieron: acabar con la guerra y crear la institucionalidad básica, formal y hasta decorativa del dizque Estado de derecho. Pero para que en El Salvador se pueda vivir en paz, falta mucho. Y hacer realidad ese sueño le corresponde al protagonista que, durante todos los años de la posguerra, no ha sido tomado en cuenta: el pueblo.
La Constitución y la Declaración de Independencia estadounidenses son el equivalente a la Carta Magna salvadoreña y a los Acuerdos de Paz. Martin Luther King consideró a la primera como un "pagaré" firmado por los "arquitectos" de esa nación; "pagaré" que toda persona sin distingo debía heredar, traducido en la garantía del respeto de sus derechos "inalienables a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad". Pero al igual que en los Estados Unidos de hace medio siglo, es obvio que en El Salvador de hoy se ha defraudado a su gente. En lugar de cumplirles se les ha entregado, como ilustró King, "un cheque malo, un cheque que ha sido devuelto marcado ‘sin fondos’".
Por eso ahora, al igual que hace cincuenta años al pie del monumento a Lincoln, en El Salvador no hay que "creer que el banco de la justicia está en bancarrota"; no hay que "creer que no hay fondos suficientes en las grandes arcas bancarias de las oportunidades de esta nación". Hay que cobrar ese cheque para que se le den al pueblo salvadoreño "las riquezas de la libertad y la seguridad de la justicia", en palabras de King. Es hora, entonces, como dijo Ignacio Ellacuría, de que "el pueblo salvadoreño haga sentir su voz". Para eso, le toca organizarse y participar, construir alternativas políticas que nada tengan que ver con los partidos actuales y hacer funcionar las instituciones que tanta sangre le costaron; le toca luchar para superar la violencia y derrotar la impunidad, facilitar el acceso a la justicia y generalizar las condiciones básicas para una vida digna.
Más allá de la resignación y el miedo, en el horizonte está ese nuevo El Salvador por el que tanta gente dio su vida. Se puede hacer valer tal sueño con lucidez, imaginación, coherencia, voluntad y valentía. Si el pueblo asume su necesario protagonismo, las oportunidades son grandes; de lo contrario, los peligros serán cada vez mayores. El estadounidense, mártir por la causa de los derechos y las libertades civiles, dijo el 28 de agosto de 1963: "Con esta fe seremos capaces de cortar de la montaña de desesperación una piedra de esperanza". Aquí, en El Salvador, hubo otro soñador que también entregó su vida y a quien siempre vale citar. "No es tiempo todavía", escribió Segundo Montes, "de cantar victoria por la vigencia de los derechos humanos, pero tampoco es tiempo para la desesperanza". Se vale soñar con esperanza, pues; pero más vale luchar para que el sueño se haga realidad.