Al cabo de tres años de gobierno de Nayib Bukele, han salido a luz una amplia cantidad de análisis y comentarios críticos de un proceso político que, iniciado desde el voto democrático, ha ido evolucionando hacia la negación e incluso destrucción de algunos principios democráticos básicos. La guerra contra las maras y el régimen de excepción se pueden ver como símbolo de este proceso iniciado hace tres años, en el que el Estado de Derecho ha sido sustituido por una tendencia al control estatal del Poder Ejecutivo y a la arbitrariedad. Se establecen diálogos, pactos y preferencias en favor del gran capital, al que no se toca de ninguna manera, a cambio de dejar la política en manos del líder y su grupo. Se implementan medidas autoritarias que simultáneamente faciliten el control del Estado por parte del Ejecutivo para dar la apariencia de eficacia social. Se prescinde de garantías y convenios ratificados de Derechos Humanos, sin mayor preocupación por los golpes que puedan sufrir los más débiles, mientras se procura no golpear a quienes tienen la capacidad de incidir en las redes sociales o convertirse en símbolos de represión gubernamental. Por supuesto eso no quiere decir que a opositores incómodos no se les ataque o que no se trate de silenciarlos a través de un lenguaje de odio ampliamente distribuido en las redes. Se cuidan de no convertir en mártires a nadie, pero tratan de destruirlos moralmente desde la inmoralidad del insulto.
Se aprovechan los errores de los gobiernos anteriores para detener ilegalmente a personalidades del pasado inmediato, buscando más que hacer justicia, destrozar sus posibilidades de liderazgo social, humillarlos y vencerlos. Se les acusa de corrupción y, cuando la permanencia en la cárcel comienza a sonar a persecución política y existencia de presos políticos, se condiciona su salida de prisión a aceptar su culpabilidad en un juicio abreviado. Destruir a los partidos tradicionales, aunque muchos de sus antiguos militantes engorden ahora con su servicio al nuevo régimen, se convierte en un objetivo sin duda ligado a ansias de permanencia en el poder. Se cometen errores graves que en vez de ser aceptados y corregidos se mantienen como si hubieran sido medidas inteligentes. En economía se mantiene como buena la oscura y ruinosa adopción del bitcoin como moneda, así como la tan rápida como poco transparente gestión del endeudamiento.
En el sistema judicial se golpea duramente la independencia de los jueces con las reformas a la Ley de la Carrera Judicial, y se establece una tendencia a instaurar formas de arbitrariedad en las decisiones judiciales. Se impone a magistrados dependientes políticamente y se humilla y se establece como norma la discriminación por edad de jueces decentes, con frecuencia sustituidos por personas paniaguadas y obedientes al Ejecutivo. Los sectores críticos de la sociedad civil, defensores del Estado de Derecho o de los Derechos Humanos son menospreciados, insultados y se empeoran las relaciones internacionales con países democráticamente avanzados, tradicionalmente socios del desarrollo salvadoreño. La soberanía se confunde con la arbitrariedad y la elección democrática con un cheque en blanco. La propaganda resalta las medidas positivas del actual Ejecutivo, en cierto modo, nuevas dentro del asistencialismo tradicional de los gobiernos salvadoreños, pero no se tocan los problemas estructurales. La problemática del medio ambiente, agravado por la absurda actitud de rechazar el Acuerdo de Escazú, o la fiscalidad deficiente e inequitativa, junto con el sistema de pensiones y la desigualdad y vulnerabilidad social, continúan sin soluciones inteligentes.
La situación y las tendencias políticas y sociales nos obligan a preguntarnos hacia dónde vamos. Y la respuesta es evidente: se están poniendo todos los medios para lograr un control del poder estatal parecido al que logró imponerse en México con el PRI por más de 50 años. Los esfuerzos por destruir a los partidos tradicionales de oposición, por otra parte ya muy desprestigiados y desgastados, y el hecho de que no surjan nuevas alternativas políticas claramente ancladas en las necesidades estructurales y culturales de El Salvador, hacen pensar a mucha gente que la existencia de Nuevas Ideas va para largo. Sin embargo, la debilidad de la economía, la ausencia de políticas de reforma estructural, las deficiencias en los servicios básicos, el personalismo, el abuso de poder y el irrespeto a derechos fundamentales, así como la falta de proyecto intelectual y la ausencia de hechos y experiencias históricas que otorguen al gobierno respaldo cultural, no permiten pensar que el sistema pueda durar tanto como el mexicano o tener semejante estabilidad. Aunque hay indicios más que suficientes como para pensar que se está fraguando un intento de reelección, el proyecto continuista y autoritario tiene demasiadas debilidades estructurales como para pensar en plazos de poder demasiado largos.
Los tres años del actual gobierno, más que dejarnos ver sus habilidades populistas, sus errores y sus ambiciones, deben invitarnos más a construir alternativas convincentes que a quedarnos simplemente en la crítica. Si alguna fuerza cultural existe entre quienes apoyan al partido Nuevas Ideas es que nadie, o casi nadie, desea regresar a un pasado de burocracia, lejanía de los políticos respecto a la población y corrupción institucionalizada. Los partidos del pasado inmediato, aunque conserven un relativo aparato partidario, ni siquiera están dando muestras de que tengan la capacidad de criticarse, transformarse y rehacerse. Construir alternativas críticas del presente y con un proyecto serio y claro de construcción de un futuro con desarrollo humano, es la única salida política de este torbellino de acción, promesas y propaganda constante que es Nuevas Ideas y que ha conseguido encandilar a una buena proporción de la ciudadanía.
* Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 92.