En estas fechas se habla mucho de los Acuerdos de Paz y muy poco del espíritu, es decir, el principio generador, que condujo a ellos. Y hay que recordarlo: la fuerza que impulsó al cese de la guerra fue el sufrimiento y el dolor de las víctimas. Esa fuerza que clamaba desde la angustia y la aflicción contra la brutalidad del conflicto tomó cuerpo en muchas personas de buena voluntad. Unas eran víctimas, como Rufina Amaya, que desde su testimonio exigían el fin de una guerra capaz de exterminar niños con una frialdad y carencia de moral absolutas. Otros, como monseñor Rivera, pastor de honradez probada, ante la intensidad de la represión y de la violencia bélica, apostaban por el fin del conflicto desde la solidaridad y el pacifismo cristiano. Gente sencilla, madres que no toleraban la muerte de sus hijos, intelectuales, religiosos solidarios formaron esa primera masa de espíritus fervientes que fueron impulsando el diálogo y la paz.
El espíritu de construcción de la paz de estos primeros protagonistas encontró eco rápidamente en buena parte de la escena internacional y luego en las mismas partes en conflicto. La presión interna y externa, la destrucción creciente y el empobrecimiento que la guerra significaba fueron fortaleciendo cada vez más a quienes integraban el sector más débil del conflicto: los pacifistas, los pobres, los religiosos… gente a la que no le interesaba el protagonismo, sino el servicio y la defensa de la vida. Al final, la paz se impuso. Y lo festejamos todos.
Sin embargo, a la hora de celebrar los Acuerdos de Paz, hay una tendencia a dejar de lado a quienes no formaban parte de los dos grupos firmantes. Monseñor Rivera, Rufina, María Julia y tantos otros no pertenecían a Arena ni al FMLN. Y ahora parece que los protagonistas de la paz son precisamente los protagonistas de la guerra. En medio de los discursos y celebraciones, se olvida a los salvadoreños humildes y pobres que dieron cuerpo al indispensable espíritu de diálogo, que generó la voluntad de hacer la paz. El narcisismo de quienes mantuvieron la guerra durante tantos años, aunque al final firmaran la paz, ensombrece un recuerdo que debería ser fuente de nuevos desarrollos y opciones. Y es precisamente ese modo errado de mirar al pasado, sin tener en cuenta a las víctimas de aquel tiempo, el que mantiene en El Salvador una estructura social que continúa produciendo violencia y víctimas.
Los Acuerdos de Paz, lo hemos repetido muchas veces, constituyen un hito histórico de El Salvador, pues por primera vez un conflicto social de grandes dimensiones se resolvió mediante el diálogo y la negociación, no por la fuerza bruta y la destrucción de vidas. Celebrar la firma e incluso a los firmantes es normal. Pero la conmemoración pierde vigor y significado por no tener en cuenta que el protagonismo de la construcción de la paz lo tuvieron las víctimas que generaban solidaridad y quienes estaban preocupados por los derechos humanos en todas sus dimensiones. Hablar de los Acuerdos de Paz y no echar la vista hacia el amplio movimiento solidario con los derechos humanos es tergiversar la realidad y la historia. Y eso lleva siempre a la repetición de la violencia. Poner primero a las víctimas, a quienes murieron defendiéndolas y a quienes lucharon entre insultos, amenazas e incomprensiones en favor de la paz es indispensable para celebrar con honradez el fin de la guerra.