Hace ya una buena cantidad de años, el papa Juan XXIII, fijándose en las necesidades de los trabajadores, defendía la necesidad de socializar bienes básicos para todo el mundo. Algunos años después, otro papa santo, Juan Pablo II, enfatizaba la prioridad del trabajo sobre el capital. En nuestros días, el papa Francisco ha insistido permanentemente en la justicia social y en la distribución justa de los beneficios del trabajo. El trabajo, nos dice Francisco, debe ser “una instancia de humanización y de futuro”, “un espacio para construir sociedad y ciudadanía”. En El Salvador, donde el trabajo suele estar desprotegido y mucha gente recibe una paga que no alcanza para satisfacer las necesidades básicas familiares, es de rigor que los trabajadores exijan justicia social. La concentración del ingreso en pocas manos, el enriquecimiento de algunos y la marginación de muchos, hace brotar un sentimiento de protesta que debe ser, por un lado, expresado con civismo y, por otro, escuchado con atención por parte del Estado.
Cuando algunos funcionarios, amparados en el estado de excepción recientemente prolongado, amenazaron a quienes deseaban manifestarse el 1 de mayo, olvidaron que la situación de exclusión y explotación en la que se hallan muchos trabajadores es una de las causas de la delincuencia. En este sentido, reclamarle al Estado y exigirle tener en cuenta los derechos del trabajo, superiores en muchos aspectos a los derechos del capital, es promover la paz y la justicia. Lo contrario, amenazar con detención a quienes desean manifestarse no solo es una negación de un derecho humano básico, sino verdadera complicidad con la violencia. Buena parte de la deshumanización existente en el país comienza con la deshumanización del trabajo, con la explotación y los salarios insuficientes para llevar una vida digna. Pensar que la injusticia estructural no tiene nada que ver con la violencia delictiva es una ingenuidad. Los trabajadores que se manifiestan para reclamar mejores condiciones de vida son enemigos de la violencia; quienes los acosan o insultan son promotores de violencia, impunidad e injusticia.
La insistencia de diversos funcionarios en desacreditar los reclamos de los trabajadores, la revisión de buses con clara dedicatoria a los posibles manifestantes, la tendencia a apoyar y apoyarse en dirigentes sindicales domesticados para despreciar a los que salen a las calles son muestras de un Gobierno incapaz de diálogo social. Además, cuando a pesar de la crisis económica que sacude al país se gasta en espectáculo y propaganda para presentar al público a los “verdaderos sindicalistas”, lo hecho logra lo contrario de lo que se pretende. Creer que con una política tan negativa al diálogo se construirá un “nuevo El Salvador” equivale a regar fuera del tiesto no solo de la democracia, sino de una política racional y legítima. Juan Pablo II entendía la Declaración Universal de los Derechos Humanos como un paso fundamental “en el camino del progreso moral de la humanidad”. El artículo 23 de la Declaración insiste en el derecho al trabajo con salario digno tanto para quien lo realiza como para su familia. Y añade que el derecho de toda persona a sindicalizarse y defender sus intereses como trabajador es siempre legítimo. Oponerse a la manifestación de ciertos sindicatos solo porque se mantienen fuera de la órbita de influencia del Gobierno es oponerse al desarrollo social, al desarrollo económico con justicia y al desarrollo moral del país.