La primera reacción de quienes cometen un crimen de lesa humanidad es negarlo sistemáticamente. Cuando las evidencias se imponen, entonces los victimarios pasan a justificarse, formulando explicaciones para intentar exculparse de sus actos. Y cuando esas explicaciones muestran su falsedad ante la verdad de los hechos, terminan apelando a la conveniencia del olvido, llaman a pasar página, al borrón y cuenta nueva, porque es lo mejor para la sociedad, dicen. Esto ha pasado en El Salvador. Por ejemplo, se negó la masacre de El Mozote por más de 10 años hasta que un equipo internacional de antropología forense comprobó, científicamente, que el testimonio de Rufina Amaya era cierto. También se negó la autoría del Ejército en la masacre en la UCA hasta que la verdad no pudo ocultarse más. Finalmente, la ley de amnistía pretendió decretar el olvido y dio carta de ciudadanía a la impunidad.
En la actualidad, con la judicialización de la masacre en El Mozote y la solicitud de reapertura del juicio por la masacre en la UCA, se han reeditado de forma burda esas reacciones. Los abogados defensores de los militares acusados de la masacre en El Mozote niegan que se perpetrara esa atrocidad. Sin embargo, las evidencias científicas demuestra fehacientemente que la masacre sucedió; los huesos de los niños no mienten, dan cuenta de la crueldad con la que fueron asesinados. Por su lado, los defensores de los militares acusados de la autoría intelectual de la masacre en la UCA afirman que no hubo crimen de lesa humanidad. Ello o es fruto de la ignorancia, o de la maldad, o ambas cosas a la vez.
“Lesa” significa que se “ha recibido un daño o una ofensa”. Así, un crimen de lesa humanidad es aquel que, por su naturaleza, ofende y agravia a la humanidad en su conjunto. El Estatuto de Roma lista, entre los crímenes de lesa humanidad, a “cualquier de los siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”: el asesinato, el exterminio, la esclavitud, la tortura, la violación, la desaparición forzada, entre otros. ¿No encajan aquí las masacres? Harían bien los abogados especializados en defender a violadores de derechos humanos en leer también el artículo 6 del Estatuto de Roma, para que entiendan la diferencia entre crimen de lesa humanidad y genocidio.
En el fondo, estas actitudes ponen al descubierto un desprecio absoluto a las víctimas. Nunca en los argumentos de los que abogan por la impunidad entra el derecho de las víctimas a conocer la verdad. Si ellas reclaman su derecho a la justicia, entonces lo que buscan es venganza. Peor aún, los victimarios, como muchas otras personas en El Salvador, están convencidos de que lo que hicieron fue lo correcto y, como ya dijo un ex ministro de Defensa, lo volverían a hacer si les tocara de nuevo. En lugar de sentir vergüenza, se regodean en el maligno orgullo del “héroe” bañado en sangre de inocentes. Por eso, en el fondo, la negación de los crímenes de lesa humanidad no pretende convencer de que estos no existieron, ni los argumentos de los abogados buscan demostrar la inocencia de sus defendidos. Ellos saben que son responsables, como lo sabe la mayoría del pueblo salvadoreño, pero creen que haber masacrado a inocentes era necesario para salvar la patria. Tendrá que ser la justicia, al condenarlos, la que los haga cambiar de opinión.