En enero se cumplieron tres décadas de la firma de los Acuerdos de Paz. Un hito histórico que puso fin a una guerra fratricida de 12 años y que posibilitó iniciar el camino hacia la democracia y el respeto a los derechos humanos. Desde la firma de los Acuerdos hasta febrero de 2020, el sistema político salvadoreño fue avanzando hacia la democracia formal y el Estado de derecho. Pese a la lentitud de los avances, pasó a ser normal la celebración de elecciones libres y abiertas a todas las opciones e ideologías políticas. Los eventos electorales celebrados a partir de 1994 respetaron la voluntad popular y permitieron que llegaran a las alcaldías, la Asamblea Legislativa y la Presidencia de la República aquellos candidatos y partidos a los que la población dio su confianza, sin excluir ninguna tendencia política.
Sin embargo, los avances en la democracia política no fueron acompañados de una democracia social y económica. La aplicación de políticas del más estricto neoliberalismo, la falta de solidaridad de los más pudientes y la ausencia de una visión común para la construcción de un país con igualdad de oportunidades, equidad de derechos y con justicia social impidieron que se realizaran las transformaciones estructurales necesarias para la inclusión de las grandes mayorías. Esas mayorías a las que El Salvador de posguerra ha sido incapaz de ofrecerles una mejor calidad de vida, un trabajo decente, una vivienda segura, una educación de calidad. Los derechos económicos y sociales fueron dejados a un lado, y con ello la población perdió la esperanza.
La decepción ante las promesas incumplidas, que en muchos mutó en hondo resentimiento, aupó en 2019 a Nayib Bukele a la Presidencia de la República. Él decía tener las ideas, la juventud y la energía necesarias para lograr lo que la población deseaba: más seguridad y mejores condiciones de vida. Pero antes de que finalizara el primer año de su mandato, el domingo 9 de febrero de 2020, Bukele mostró su verdadero rostro: no es un demócrata, no le importa el Estado de derecho ni la independencia de poderes que establece la Constitución. La toma militar de la Asamblea Legislativa para mostrar su poder fue el primer acto significativo de un proceso hacia el autoritarismo y el ejercicio autocrático del poder.
La toma de la Asamblea Legislativa marcó el inicio de la ruptura democrática en nuestro país, del irrespeto a la institucionalidad y de la implementación de un régimen político que avanza por la fuerza y el avasallamiento, prescindiendo de las leyes, el diálogo y la racionalidad. Hace dos años, cuando se dio ese amago de golpe a la democracia, algunos no lograron vislumbrar su verdadero significado e incluso tildaron de exagerados a quienes dieron la alarma y criticaron el hecho. Sin embargo, el tiempo ha dado la razón a los que entendieron la toma de la Asamblea como la primera acción del régimen autocrático que día a día ha ido cerrando los espacios democráticos que con tanto esfuerzo se habían alcanzado.
El 9 de febrero de 2020 se inauguró una nueva época política en la historia del país; una época caracterizada por la opacidad y el ocultamiento de la verdad, la total ausencia de rendición de cuentas, la intolerancia a la crítica, la desacreditación de todo tipo de oposición, la negativa al diálogo con la sociedad civil, la instalación de tribunales inquisitoriales, las constantes improvisaciones de un líder carismático y populista con enormes deseos de poder y concentrado en desmontar toda institución que pueda ponerle límites. En el supuesto de que el régimen no desmonte también toda posibilidad de celebrar elecciones libres y competitivas, este ciclo puede durar hasta junio de 2024 si la población es capaz de darse cuenta de que sin democracia, sin Estado de derecho, sin transparencia, todos perdemos. Si no, es muy probable que luego ya sea demasiado tarde y no exista más la posibilidad de un cambio por la vía democrática.