En el año 2000, los países del mundo reunidos en la Asamblea de las Naciones Unidas se propusieron ocho objetivos, que llamaron los Objetivos del Milenio, con la pretensión de alcanzarlos en 15 años. Las ocho metas buscaban poner el bien común de la humanidad en el centro del trabajo de Naciones Unidas, disminuyendo las brechas y desigualdades entre países y entre grupos humanos, y trabajando en beneficio de aquellos cuya vida y derechos son más claramente amenazados.
En concreto, los Objetivos del Milenio apuntaban a erradicar la pobreza extrema y el hambre; lograr la enseñanza primaria universal; promover la igualdad entre los géneros y la autonomía de la mujer; reducir la mortalidad infantil; mejorar la salud materna; combatir el VIH/SIDA, el paludismo y otras enfermedades; garantizar la sostenibilidad del medioambiente; y fomentar una asociación mundial para el desarrollo. Algunos países se los tomaron muy en serio y los utilizaron como guía para formular e impulsar planes y políticas. Sin embargo, a nivel mundial se avanzó poco: llegado 2015, los Objetivos solo se habían alcanzado parcialmente.
De los ocho, el primero de ellos, eliminar la extrema pobreza y el hambre, fue el más ampliamente aceptado, ante el cual nadie razonable se atrevía a poner reparos. Quizás por ello, entre 2000 y 2015, el número de personas con hambre disminuyó en 100 millones. Pero el optimismo duró poco: el hambre ha vuelto a crecer en el mundo. Diversos datos indican que, al finalizar el año 2021, 828 millones de personas pasan hambre (el 12% de la población mundial). Pese a ello, la ONU no cesa en su empeño por erradicar ese flagelo. En los Objetivos de Desarrollo Sostenible, propone alcanzar el objetivo de hambre cero en 2030.
En El Salvador, el problema del hambre está muy presente. Según la FAO, casi un millón de personas pasan hambre en nuestro país, lo que representa aproximadamente el 15% de la población. Con el actual encarecimiento de los alimentos, los altos precios de los insumos agrícolas (especialmente los fertilizantes) y la sequía que afecta la zona oriental, es mayor el riesgo de que el hambre y la malnutrición aumenten. Por otra parte, nuestros hábitos alimenticios y las políticas públicas en materia agrícola y de producción de alimentos no contribuyen al consumo de dietas más nutritivas, que incluyen abundantes hortalizas y frutas. El panorama nacional es sombrío, pues, como se sabe, la malnutrición y el hambre causan severas deficiencias en el crecimiento y el desarrollo infantil. A nivel mundial, a efecto de ellas, el 28.7% de la niñez padece problemas de crecimiento y desnutrición aguda.
Los retos para el Gobierno (en particular, para los ministerios de Agricultura y Ganadería, de Salud y de Economía) están claros: no solo reducir o erradicar el hambre, sino también crear las condiciones necesarias para una mejor y más nutritiva dieta alimenticia. Aumentar y diversificar la producción agrícola, desanimar el consumo de alimentos nocivos para la salud (los ricos en grasas y azúcares, por ejemplo) y controlar los precios de aquellos que son básicos para una vida sana son tres macroacciones que tendrían gran impacto en el desarrollo de la población. Por desgracia (una más entre tantas otras), las prioridades gubernamentales se alimentan de sueños, no de realidades.