Si hay algo en lo que todos los políticos coinciden es en decir que trabajarán por el bien común. Por eso es necesario reflexionar sobre cuál es el bien común de El Salvador. Sobre todo en este tiempo electoral en el que todos los partidos, en sus discursos, suelen apropiarse de la frase, con frecuencia de un modo falso o, en el mejor de los casos, vacío. Para mucha gente, el bien común es una especie de concepto o idea abstracta, general, que tiende a significar algo así como que todos estemos tranquilos, contentos con nuestra situación y sin entrar en conflictos con los demás. Sin embargo, el bien común es mucho más que eso.
Como punto de partida digamos que es la situación —económica, social, cultural y espiritual— que garantiza que todos los seres humanos puedan conseguir con más plenitud y facilidad su propio desarrollo y crecimiento personal. En otras palabras, es el modo de organizar la sociedad que da la oportunidad a todas las personas de desarrollar al máximo sus capacidades. Esto implica el respeto a los derechos humanos y el estímulo y protección de las capacidades naturales de cada uno. Incluye, entre otras facetas, que el trabajo sea una fuente de autorrealización, no objeto de explotación.
El bien común implica la idea de igual dignidad y, por tanto, respeto a ella en nuestras instituciones. Así, es incompatible con la estratificación de derechos económicos y sociales que otorga más ventajas a unos sectores sociales que a otros de un modo sistemático. El sistema de salario mínimo salvadoreño, por ejemplo, que calcula arbitrariamente el ingreso mínimo necesario para vivir según se trabaje en uno u otro sector productivo, es incompatible con el bien común. Este exige que el trabajo, como realidad humana de plena dignidad, sea compensado en sus mínimos con una retribución decente e igual para todos. Y es que no hay trabajos más dignos que otros. El derecho del trabajador a la salud es igual y no puede estratificarse dando más beneficios según sea el ingreso o las posibilidades de cotización básica. Lo mismo podemos decir del derecho a la educación, a la vivienda, al agua y similares bienes indispensables para una vida digna.
El bien común, además, está referido siempre a las circunstancias en las que viven las diferentes comunidades. El Concilio Vaticano II hacía, por ejemplo, concreciones del bien común para los países en vías de desarrollo: "En los países menos desarrollados, donde se impone el empleo urgente de todos los recursos, ponen en grave peligro el bien común los que retienen sus riquezas improductivamente". Según fuentes confiables, en los últimos diez años ha salido del país hacia paraísos fiscales un promedio de 870 millones de dólares anuales. Desde la ética cristiana, es evidente que para muchos el bien común sigue sin ser considerado un imperativo moral.
Con esta visión humanista y de inspiración cristiana, el bien común se nos muestra en El Salvador como un bien poco común. Y en ese sentido, los políticos, cuando hablen de él, tienen que empezar reconociendo que el concepto existente entre nosotros está equivocado. Porque en nuestra tierra el bien común es atropellado tanto por la irresponsabilidad social de los sectores pudientes como por la injusta estratificación de los servicios estatales orientados a la protección de los derechos básicos de las personas. Hablar de bien común no debería ser una frase hecha en boca de políticos ni una muletilla obligada en el discurso electoral. Todo político que se refiera al bien común y no proponga caminos diferentes a los actuales debe ser considerado, sin contemplaciones, un mentiroso. Hablar de bien común implica una transformación de estas redes de protección social tan marcadas por la marginación de las mayorías, así como el empleo de los recursos de todos en beneficio de todos. Lo contrario no pasa de ser palabrería vacía, que tanto desde la ética como desde la sociedad debe ser denunciada enérgicamente.