La ley del Fondo para el Desarrollo Económico y Social de los Municipios de El Salvador, conocida como Fodes, fue aprobada en 1988 como fruto de un proceso de concienciación y lucha de los gobiernos locales por la formulación de una política pública que descentralizara el Estado y desburocratizara sus instituciones. La FAO define la descentralización como el proceso de “transferencia de una parte del poder y recursos del Estado nacional a las instancias del nivel regional o local”. Es decir, transferir fondos a los municipios es transferir, además de recursos económicos, poder. Por eso, la descentralización también transfiere autonomía y, con ella, una gran responsabilidad en los gobiernos locales.
Norman Uphoff, científico estadounidense que ha estudiado el tema en muchos países, plantea que la descentralización permite alcanzar, al menos, cuatro objetivos. Primero, que el accionar público esté más cercano a los ciudadanos y así responda mejor a sus necesidades; segundo, mejorar la eficiencia con la que se diseñan e implementan los programas públicos; tercero, profundizar la democracia, porque las formas más directas de democracia son posibles en lo local; y cuarto, apuntalar la separación de poderes y la subsidiariedad.
Lo anterior permite valorar mejor la decisión de Nayib Bukele de reducir drásticamente la partida presupuestaria del Fodes. Es esta una acción más de su estrategia autocrática de concentrar al máximo el poder. Pese a que la mayoría de alcaldías del país está en manos de Nuevas Ideas y a que la falta de fondos las está ahogando y deslegitimando ante sus electores, Bukele ha decidido transferirles la menor cantidad de dinero posible y, con ello, apostar por el control absoluto, por encima del bienestar de las localidades y del futuro político de los ediles. Mientras en la mayoría de países del mundo se descentraliza la administración pública, El Salvador camina en sentido contrario.
En Bukele, el control del poder está ligado a la supuesta posesión de la verdad: el Gobierno sabe lo que necesita el país, conoce las soluciones a sus grandes problemas; por ende, no necesita consultar a nadie ni darle participación a terceros. Además, el presidente está obsesionado con el dinero. Él y los suyos han endeudado a las presentes y futuras generaciones a niveles insospechados, toman como propios los recursos económicos de las carteras del Estado y no ocultan sus ansias de hacerse con el fondo de pensiones. Un hambre de poder y dinero que se conjuga con un rechazo rotundo a cualquier mecanismo de transparencia y rendición de cuentas.
Por supuesto, el uso de los fondos dirigidos a los municipios puede y debe fiscalizarse de mejor manera. De hecho, dicha fiscalización era una necesidad ante los abusos y el despilfarro en muchas alcaldías. Pero no se soluciona un problema creando otro peor. La salida no era, no es ni lo será quitar fondos a los municipios para que los administre el Ejecutivo, peor aún si a su cabeza está alguien cuyo único proyecto de desarrollo es él mismo.