Uno de los problemas más graves de la sociedad salvadoreña es la pobreza, que en sus distintas manifestaciones afecta a una importante parte de la población. Si bien es cierto que las personas en situación de pobreza monetaria han disminuido a más de la mitad desde 1990, su número sigue siendo muy elevado. De acuerdo a la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples del año 2022, la pobreza monetaria alcanza al 26.7% de los hogares salvadoreños, es decir, más de medio millón de hogares. Ello muestra la disfuncionalidad de nuestra sociedad y su incapacidad de proveer una vida digna a todos sus miembros.
En los últimos tres años se ha observado un crecimiento de la población en situación de pobreza. La misma encuesta muestra que la pobreza extrema pasó a afectar en 2022 al 8.6% de los hogares, cuando en 2019 tocaba al 4.5%; en otras palabras, se ha duplicado el número de personas en condición de pobreza extrema. También la pobreza monetaria se ha incrementado en ese mismo período, golpeando a más de una cuarta parte de los hogares del país, con un crecimiento del 3.9% en los últimos tres años. La más afectada es la población rural, con el 30% de sus hogares viviendo en pobreza (frente al 25% del área urbana).
En este tema, aparte de los números, hay un elemento clave a considerar: los pobres siempre pierden. Ellos son los que más han sufrido la violencia criminal de las pandillas y los que más están sufriendo los abusos de las fuerzas de seguridad. La mayoría de las personas detenidas y privadas de libertad de forma arbitraria son habitantes de las zonas urbanas marginadas y de las zonas rurales siempre abandonadas. Durante el conflicto armado, los pobres, en especial los del campo, donde operaba la guerrilla, fueron objeto de la más cruel represión por parte de los cuerpos de seguridad. Fueron pobres los que tuvieron que refugiarse en Honduras por casi una década para proteger y salvar sus vidas.
Son en su gran mayoría pobres los desplazados, los obligados a abandonar sus ventas en los centros de las ciudades, los que viajan hacinados en los buses, los que no reciben una educación de calidad en las escuelas públicas, los que hacen fila por largas horas en los centros de salud y hospitales, los migrantes indocumentados, los que trabajan la tierra para producir los alimentos que el país consume o el azúcar y el café de exportación. Son los pobres los más desprotegidos de siempre, los que deben ganarse la vida en la rebusca, los que nunca tendrán derecho a una pensión ni a servicios públicos de calidad. Son también los pobres los que más contribuyen a sostener la maltrecha economía nacional a través de las remesas, que superan con creces las exportaciones de bienes y servicios.
Ante esta realidad, no se puede permanecer indiferente ni callado. La pobreza no es una condena, pero su superación requiere la eliminación de toda barrera que impida o dificulte el desarrollo personal y social. Para los cristianos, la solidaridad con los pobres es una exigencia de la fe, que invita a todas las personas a trabajar por la eliminación de la pobreza y por la promoción de la justicia social. Para los países que han suscrito la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, es un compromiso trabajar por la erradicación de la pobreza extrema y el hambre en el mundo. En El Salvador, la pobreza y la desigualdad son estructurales, son parte de la forma en que se ha organizado social y económicamente el país. Sin cambios en esa estructura que genera exclusión, sin una redistribución de la riqueza que está acaparada en muy pocas manos, sin un plan de gobierno que busque realmente la igualdad de oportunidades, no será posible reducir la pobreza ni en los siete años que quedan para el 2030, ni nunca.