De acuerdo a la Organización de Estados Americanos (OEA), el acceso a la información es un derecho fundamental que comprende la obligación del Estado de brindar a los ciudadanos acceso a la información que está en su poder, y es una condición esencial para todas las sociedades democráticas. Naciones Unidas señala que es parte intrínseca del derecho a la libertad de expresión. La Unesco considera que “solo los ciudadanos informados pueden tomar decisiones informadas”. Y sentencia: “Solo cuando los ciudadanos sepan cómo son gobernados, podrán hacer que sus gobiernos rindan cuentas por sus decisiones y acciones”. Hay, pues, un fuerte consenso a nivel internacional en que el acceso a la información pública promueve la participación ciudadana y, en consecuencia, contribuye a la gobernabilidad democrática. Por ello, es una obligación ineludible de aquellos que gestionan la cosa pública informar a la población de su trabajo, de sus planes presentes y futuros, sin faltar en ningún momento la rendición de cuentas sobre los recursos que en nombre del pueblo administran.
Sin embargo, en El Salvador, lo común ha sido que los funcionarios se consideren dueños de las instituciones que dirigen, en las que actúan como señores feudales. Esto ocurre en alcaldías, ministerios, la Asamblea Legislativa, el Ejecutivo y la Corte Suprema de Justicia. Muchos de ellos, tanto los electos o como los nombrados a dedo, se olvidan de que por encima de todo son servidores públicos, que se deben al pueblo soberano, y que este tiene todo el derecho a saber qué hacen, cómo utilizan los fondos públicos. Frente a esa realidad, en la primera década de este siglo, varias organizaciones sociales, trabajando unidas por una ley de acceso a la información pública, lograron vencer todas las resistencias y obstáculos para que finalmente, en diciembre de 2010, la Asamblea Legislativa aprobara dicha ley, la cual entró en vigor casi un año después.
La aprobación de la Ley de Acceso a la Información Pública fue una importante victoria de la sociedad civil y supuso un avance significativo en materia de transparencia. Gracias a la normativa y a sus instituciones y mecanismos, durante unos pocos años fue posible que cualquier ciudadano pudiera acceder a la información de las instituciones públicas de un modo hasta entonces impensable. Sin embargo, muy pronto la tendencia de los servidores públicos al secretismo y a evitar la rendición de cuentas llevó a que se introdujeran reformas legales que limitaron la amplitud del acceso a la información. Además, se eligió comisionados que contribuyeron a que en la actualidad la Ley sea en la práctica papel mojado. Hoy, al igual que antes, los salvadoreños no tienen derecho de acceso a la información pública.
En menos de 10 años, el país pasó de tener una de las mejores leyes de acceso a la información pública a una realidad en la que conocer qué hace y en qué gasta el Gobierno depende de la voluntad o descuido de los funcionarios. El retroceso ha sido monumental. El Salvador ha vuelto al oscurantismo del pasado, la cosa pública se gestiona con el mayor de los secretismos. Y constantemente los organismos públicos toman nuevas medidas para impedir que la ciudadanía esté informada de cuestiones tan básicas como los planes nacionales de salud y de seguridad, el uso de los fondos en la Asamblea Legislativa y la hoja de vida de los asesores de los diputados. Igualmente grave es el ocultamiento de los detalles de las adquisiciones públicas y de la asignación de grandes y costosos proyectos de infraestructura. Con la clara y decidida opción de la administración de Nayib Bukele por la opacidad, pierde el país y pierde la ciudadanía, y se sigue avanzando en dirección contraria a los principios democráticos y a una sociedad basada en la ley, no en los caprichos e intereses de sus gobernantes. Se están sembrando las condiciones para que la corrupción y la impunidad, dos de nuestros males históricos, cobren aún mayor fuerza.