Recientemente, el editorialista de El Diario de Hoy se preguntaba qué quiso decir el Rector de la UCA al afirmar, en declaraciones al mismo periódico, que El Salvador necesitaba una justa distribución de la riqueza. A lo que el Rector apuntaba es que en nuestro país la riqueza se distribuye injustamente, pues está acaparada por un número relativamente pequeño de personas, mientras la mayoría vive con un nivel de ingreso insuficiente para satisfacer las necesidades básicas.
Tan nociva distribución de la riqueza genera cada vez mayor desigualdad, lo que dificulta el desarrollo y perpetúa la pobreza en la que vive más de la tercera parte de los salvadoreños. Además, esta dinámica excluyente alimenta la situación de violencia y criminalidad; una situación que no podrá resolverse sin que se avance hacia una mayor equidad en los niveles de ingreso de la población y en las oportunidades que tienen unos y otros. Sin una justa y más equitativa distribución de la riqueza, El Salvador no tendrá futuro, ni alcanzará mayores niveles de desarrollo humano y social, ni frenará la migración, ni reducirá la criminalidad.
Quizás lo que le llamó la atención al editorialista del matutino es que se utilizara la palabra “justa” para referirse a la distribución de la riqueza. Ciertamente, no es fácil decidir qué es justo y qué no lo es, pero debe ser la racionalidad la que dilucide cuándo se actúa de manera justa o cuándo se comete una injusticia en cualquier área del quehacer humano. Por ejemplo, nadie consideraría justo que si 10 personas deben compartir un pastel, dos acaparen la mitad del mismo y los otros ocho se queden con el resto. Para la doctrina social de la Iglesia, la justicia está en relación al bien común; se actúa con rectitud cuando se favorece el bien común y la justicia social, especialmente cuando se protege a los más débiles y necesitados.
Todos los informes serios sobre la situación económica y social de El Salvador afirman que hay una muy desigual distribución de la riqueza. En la actualidad, ya no se puede decir que 14 familias sean dueñas del país, pero sigue siendo verdad que una muy pequeña parte de la sociedad se queda con gran parte de la riqueza. Según el PNUD y el Banco Mundial, el 20% más pobre de la población apenas recibe el 5% del total de los ingresos, mientras que el 20% más rico se queda con el 50%. Si lo traducimos a cifras, partiendo de que somos 6 millones, el 20% más rico del país ingresa 9,450 dólares anuales per cápita, mientras que el 20% más pobre (un millón doscientas mil personas) solo percibe 945 dólares. Y estos números no reflejan del todo la realidad, pues dentro de esos quintiles hay grandes diferencias, que hacen todavía más dramáticos los contrastes. Según un reciente informe del Banco Mundial, alrededor del 25 % de los salvadoreños se encuentra en situación de pobreza crónica, es decir, nació pobre y se mantendrá pobre hasta la muerte.
Por desgracia, no son las leyes ni el cumplimiento de las mismas lo que establece qué es justo y qué no lo es. Las leyes solo determinan lo que es legal, y son muchas las normativas que no pueden ser consideradas justas. En concreto, no es justo que no se pague un impuesto por el patrimonio, que no exista el impuesto predial, que el impuesto sobre la renta sea regresivo y favorezca a los que tienen rentas más altas, aunque todo ello sea legal. En El Salvador, las leyes favorecen la injusta distribución de la riqueza. Otro ejemplo: por ley, las AFP cobran en concepto de comisión el 20% de lo que cada trabajador cotiza mensualmente a su fondo de pensiones, lo que les permite a las empresas obtener ganancias netas del 60%, o incluso mayores, sobre el capital que han invertido sus accionistas. Ello mientras las cuentas individuales de los trabajadores cotizantes no generan rentabilidades anuales mayores al 4,5% ni les ofrecerán una pensión digna para la vejez.
Para que en El Salvador se pueda hablar de una justa distribución de la riqueza, es necesario cambiar radicalmente el sistema tributario, ofrecer salarios justos para los trabajadores, invertir en salud y educación, y garantizar la seguridad social para los más débiles y desprotegidos. En nuestro país, preguntarse por esta realidad sin ánimo verdadero de conocerla ni transformarla es asunto de ociosos.