Estamos prontos a iniciar el proceso para elegir diputados y gobiernos municipales. Pero la población se muestra escéptica y con poco interés en participar. Y una baja participación en los procesos electorales no es buena noticia ni le hace bien a la democracia; por el contrario, la debilita y desnuda sus limitaciones. Cuando la participación es baja, los resultados no representan a la mayoría, sino al voto duro, a la militancia de cada uno de los partidos políticos en contienda. No cabe duda de que esta falta de interés se debe al desencanto producido por la actuación de los partidos políticos, que no encuentran el camino para conectar con la ciudadanía ni saben responder al bien común. Y este desprestigio, ganado a pulso por ellos, tampoco contribuye al fortalecimiento de un sistema democrático. Mientras los partidos no se democraticen verdaderamente ni se receten a sí mismos las reglas democráticas que pretenden aplicar al Estado, seguirán en caída libre ante el electorado.
A pesar de lo anterior, es interesante que la mayoría de los salvadoreños siga creyendo en la democracia electoral y considere que este es uno de los mejores sistemas de gobierno. Es decir, las convicciones democráticas aún tienen arraigo. Por ello, fortalecerlas debe ser una de los principales objetivos de nuestra sociedad. Un sistema que tolera la corrupción y le ofrece impunidad a quienes la perpetran no es sostenible. Tampoco una democracia incapaz de garantizar seguridad y justicia a sus ciudadanos, incapaz de hacer prevalecer el imperio de la ley. No se puede hablar de democracia cuando a la gente le falta bienestar, educación, salud, empleo, oportunidades de realizar su proyecto de vida.
Para enfrentar estas deficiencias se requiere avanzar hacia un verdadero Estado de derecho, fundamentado en el pleno respeto a los derechos humanos y el goce de los mismos por parte de toda la población. En este sentido, el fortalecimiento de las instituciones debería ser una de las prioridades de todos los partidos políticos. Los bajos niveles de confianza ciudadana en instituciones clave como el sistema judicial, la Asamblea Legislativa y la Presidencia de la República deberían hacer reflexionar a la clase política y llevarla a alcanzar los acuerdos necesarios para realizar los cambios que la población espera.
Por otra parte, las próximas elecciones suponen nuevos problemas técnicos y retos que pondrán a prueba la capacidad del Tribunal Supremo Electoral. En primer lugar, los cambios introducidos en la legislación, en especial la despartidización de los organismos electorales, desde el mismo Tribunal hasta las Juntas Receptoras de Votos, requieren implementar un proceso organizativo y formativo que será clave para el buen funcionamiento de los comicios. También deberá estar bien resuelto y de manera totalmente transparente el conteo de los votos, complejo de por sí por la introducción de la elección cruzada y por rostro, y por el empeño en fraccionar el voto. No deben repetirse los problemas de la última elección legislativa.
El mal ejemplo que ha dado el Tribunal Supremo Electoral en Honduras deja clara la importancia de contar con un organismo independiente, con capacidad técnica y credibilidad. Nada de lo ocurrido en el vecino país es aceptable en una democracia. Y nuestro Tribunal Supremo Electoral debe tomar nota atenta de ello para evitar un descalabro semejante. Es fundamental, pues, evitar la mezcla explosiva de una democracia que no ofrece lo fundamental a toda la población y que falla en garantizar el respeto a la ley, y un proceso electoral sin garantías técnicas ni credibilidad. De los efectos funestos de la confluencia de ambas cosas tenemos hoy una muestra al otro lado de nuestras fronteras.