En el país, la preocupación de algunos sectores por la institucionalidad, la transparencia y el respeto al Estado de derecho comenzó recién en 2009. Antes de eso, muchos de los que ahora llenan los medios de comunicación abogando por el respeto a la ley estuvieron ausentes, a pesar de que en el pasado ocurrían cosas parecidas o peores a las actuales. Por supuesto, no es mala esta preocupación, sino un notable avance. Lo que cabe preguntarse es si obedece a un auténtico interés por la democracia o, simple y coyunturalmente, a que el partido en el Gobierno no representa sus intereses. La duda tiene su fundamento.
Cuando la Corte Suprema de Justicia del período 1997-2006 decidió quitarle las atribuciones a la sección de Probidad, ninguno de los que ahora piden transparencia dijo algo. Se argumentó que esas atribuciones eran tan grandes que las decisiones debían tomarse por la Corte plena, pero luego no sucedió nada. Por ejemplo, quedó en la opacidad la privatización de la banca, que representó un negocio redondo, a costa del dinero público, para familias cuyos apellidos figuran entre los donantes del partido que pide que se respete la ley. Cuando Antonio Saca dijo que era presidente de la República hasta las 4 de la tarde de cada día y que desde esa hora podía hacer proselitismo político, los que ahora se rasgan las vestiduras por la partidización guardaron un silencio obsequioso.
Tampoco se alteraban cuando, como es de dominio público, los presidentes de la Corte Suprema de Justicia, antes de tomar una decisión, iban primero a consultar a Casa Presidencial. Y qué decir de los fondos donados por Taiwán para los damnificados de los terremotos de 2001 que fueron desviados para una campaña política. En esto no se exige que actúe la institucionalidad. Todavía en estos tiempos, cuando los diputados son incapaces de ponerse de acuerdo, las decisiones se toman al cobijo de Casa Presidencial. Allí se negoció el nombramiento de los actuales magistrados de la Sala de lo Constitucional y se pactó la reciente reforma al sistema de pensiones.
Ahora, en medio de la campaña electoral, la atención está puesta en el proceso de elección de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, sobre todo en los que integrarán la Sala de lo Constitucional. Se ha dicho que sería una traición a la patria elegir a magistrados vinculados a partidos políticos. Ciertamente, la independencia partidaria es condición indispensable para la imparcialidad de la administración de justicia, pero la justicia siempre ha tenido un impacto en la política. De hecho, la Constitución no es solamente una norma jurídica, es también un pacto político. En los últimos años, hemos asistido a lo que se ha dado en llamar la judicialización de la política.
Desde 2010 comenzaron a darse una serie de sentencias de gran repercusión política; sentencias que han cambiado el rostro de la institucionalidad político-electoral. Hoy el poder judicial es un poder central y decisivo en el acontecer nacional, y tiene mayor incidencia que antes en los derroteros del país. Este poder que han adquirido las decisiones judiciales radica, en gran medida, en una supuesta neutralidad que en el pasado reciente no fue más que una quimera. En la historia nacional, los tribunales fueron instrumentos del poder político para favorecer a unos y perjudicar a otros. En la misma línea, se nombraba titulares de la Fiscalía General de la República para blindar a delincuentes de cuello blanco.
Por todo lo anterior, es necesario tener jueces independientes, comprometidos con la justicia y respetuosos de la ley. Pero eso es tan necesario ahora como lo fue siempre. Tan censurable es que hoy el FMLN pretenda “manipular” algunas asociaciones de abogados para que incluyan en los listados a su gente como cuando lo hizo Arena. Por supuesto, todos debemos velar por la transparencia y limpieza del proceso de elección de magistrados. Pero la duda queda: ¿habría el mismo ahínco por demandar el respeto a las leyes si en el Gobierno estuvieran los que antes las amañaron?