Sobre monseñor Romero se ha escrito tanto que resulta difícil decir algo nuevo. Cuando se piensa en él, es inevitable el recuerdo de Rutilio Grande, y viceversa. La interpretación que atribuye al asesinato de Rutilio la conversión del arzobispo causa reacciones que de alguna manera son justificadas. Los que conocieron a Monseñor dan testimonio de que siempre fue una persona buena, compasiva, solidaria, como lo demostró en los ministerios en los que sirvió antes de ser arzobispo. El giro de Romero a causa de la muerte del párroco de Aguilares consistió en imprimir a su labor pastoral el carácter profético de denuncia de las injusticas y de anuncio de la conversión como condición para detener una tragedia nacional que él vislumbró con claridad. A Romero la labor de Rutilio y de otros cristianos le ayudó a entender el carácter estructural de las injusticias que mantenían al pueblo salvadoreño en la miseria y bajo represión. En esta manera de entender la realidad y en su consecuente compromiso, el asesinato de Rutilio fue fundamental.
Las vidas de estos dos salvadoreños ejemplares estuvieron entrelazadas por una profunda amistad y a sus martirios los une haber sido consecuencia del mismo compromiso social y cristiano. Y ahora los legados de ambos quedarán para siempre entrelazados en la historia de país y de la Iglesia. Probablemente, tanto Romero como Rutilio se opondrían a los procesos eclesiales que los conducen a los altares del santoral oficial. Preferirían, a cambio de eso, que mejoraran las condiciones de vida de su pueblo, que cada salvadoreño tuviera asegurado su taburete en la mesa para que no tuviera que migrar y dejar su familia. Monseñor Romero diría “paren los homicidios, en nombre de este sufrido pueblo.” La población los puso entre sus modelos desde sus martirios y la historia les ha dado la razón. No hicieron otra cosa que ser consecuentes con el Evangelio en el que creyeron hasta las últimas consecuencias.
En el 37.° aniversario del martirio de Romero, la mejor manera de honrarlo es continuar las tareas de él y de Rutilio. Porque seguramente, y a pesar de los rebuznos de los pocos que todavía los objetan, tendremos a dos santos, dos modelos de cristianos en esta época que no se diferencia mucho de aquella en la que ellos vivieron. La realidad del país sigue siendo injusta para la mayoría de la población. Por eso, la mejor manera de ser fieles a quien nos acercó el rostro de Dios es no deshistorizarlo, no olvidar que las causas de su compromiso y de su entrega siguen, en gran medida, presentes y lacerantes. Mucha gente que ama a monseñor Romero espera ansiosa su canonización. Seguramente, ese momento será de gran regocijo y alegría para el pueblo, y no solo el salvadoreño. Sin embargo, el gran reto es no convertir al obispo mártir en un santo desencarnado de la injusta realidad que lo hizo entregarse a la defensa de los pobres, los perseguidos y los oprimidos.
Romero es el nuevo modelo de santo de la Iglesia. A diferencia de la mayoría de mártires, que han sido llevados a los altares a causa de haber sido asesinados “por odio a la fe”, a Romero se le reconoce mártir por su actuación social y política, por su defensa de los pobres y olvidados. Romero es santo por su compromiso con la justicia social, que se consolidó con el martirio de Rutilio Grande. Esta referencia debe mantenerse viva, y es responsabilidad de la presente generación transmitirla a las futuras. Este Romero deber ser el faro que ilumine nuestro quehacer para, al igual que él, comprometernos con la justicia, la verdad y la construcción de un país democrático, justo, sin las abismales desigualdades que algunos insisten en defender como inevitables.