El Salvador ha vuelto a ser noticia mundial por la violencia; esta vez, por un dantesco repunte de homicidios. El régimen de excepción, decretado por la Asamblea Legislativa por orden del presidente de la República, fue la respuesta oficial al hecho, y es lo que ha acaparado los reflectores desde entonces. Los 87 asesinatos cometidos entre el 25 y el 27 de marzo le infligen al país otra herida en su endeble tejido social y tienen como antecedentes los repuntes de mayo y noviembre del año pasado. Al igual que hoy, en esas ocasiones los homicidios cesaron de golpe, volviendo al nivel habitual luego de un par de días. Es evidente que ninguna alza de homicidios de esta envergadura puede ser espontánea. La difícil pregunta a responder es, entonces, cuál fue la causa. Hay varias versiones.
Según la oficial, las pandillas decidieron asesinar a mansalva debido a la efectividad de las medidas de seguridad pública implementadas por el Gobierno. Otras fuentes señalan la posibilidad de que el pacto entre las pandillas y el Gobierno haya sufrido un impase. La desavenencia se debería al incumplimiento de compromisos adquiridos por el Gobierno a cambio de bajar los homicidios. También se afirma que los homicidios habrían ocurrido para forzar al Ejecutivo a no retroceder en su decisión de no extraditar a los líderes de las pandillas. La ola de asesinatos tendría, entonces, el objetivo de presionar a Bukele para que cumpla compromisos previos y/o ciertas demandas. En ese sentido, la respuesta del Gobierno estaría enfocada a medir fuerzas con los grupos criminales organizados.
El tiempo e investigaciones independientes aclararán cuál es la causa real. Pero cualquiera que esta sea, hay cosas que no han cambiado ni, al parecer, cambiarán. En primer lugar, las pandillas detentan un poder inmenso. Son ellas las que controlan el territorio y tienen la llave para violentar el país o pacificarlo. Frente a ese poder, el Plan Control Territorial es papel mojado, si es que en realidad existe. Por otra parte, quien pone la mayoría de muertos es el pueblo pobre, tanto del lado de las víctimas como de los victimarios. Es la gente de a pie la que paga las mayores consecuencias de las malas decisiones o actuaciones de los gobernantes.
Es claro que el presidente y los funcionarios ya desistieron de tener en cuenta la opinión internacional sobre el rumbo del país. En este sentido, la actuación gubernamental está dirigida a recuperar el respaldo perdido al interior de El Salvador. El descrédito que han acumulado en el mundo diplomático se ha visto acrecentado por acciones inadmisibles en un contexto medianamente democrático. Las expresiones que avivan el odio y llaman a la violencia son vistas con estupefacción fuera de nuestras fronteras, pero aplaudidas por un buen grupo de salvadoreños. Sin embargo, la apuesta por la represión, aunque popular, es vieja y ha fracasado siempre. La represión por sí sola nunca acabará con el problema de la violencia; más bien la profundiza.