Un reciente estudio del Iudop, realizado a iniciativa del Grupo Parlamentario de Mujeres y con el apoyo de ONU Mujeres, analiza a profundidad la participación política femenina y, en especial, las barreras que existen en El Salvador para que dicha participación sea mayor y refleje de mejor manera la realidad poblacional. Las salvadoreñas representan el 55% de la población y el 53% en edad para votar. Sin embargo, “esta representación mayoritaria no se refleja proporcionalmente en la asignación de las mujeres en puestos de poder político ni en la estructura institucional de los partidos políticos”, nos dice la investigación.
Por tradición, los hombres copan la mayoría de puestos en la política. Muestra de ello es que en la actualidad las mujeres solo ocupan el 32% de las diputaciones propietarias de la Asamblea Legislativa y apenas el 10% de las alcaldías del país están lideradas por ellas. Esto a pesar de la reforma al artículo 37 de la Ley de Partidos, que establece una cuota mínima de 30% de mujeres en las candidaturas municipales y legislativas. Garantizar la plena participación femenina en espacios de toma de decisión, principalmente en las instancias de representación pública que son claves para la vida institucional del país, es, pues, una tarea democrática que sigue pendiente.
Es importante saber a qué se debe esta situación. Si bien el estudio del Iudop muestra que aparentemente la población no rechaza la participación de las mujeres en la política, al analizar los resultados de forma detallada se observa que la gente muestra una actitud que favorece la participación política de los hombres por sobre las mujeres: confía más en ellos que en ellas para ocupar los espacios de representación política. Así, muchos de los obstáculos que enfrentan las mujeres para asegurar su plena participación en la política partidaria y en otras esferas del ámbito público se explican por la cultura machista y patriarcal de la sociedad salvadoreña. Una cultura que asigna roles diferentes a hombres y mujeres, y que hace una clara división sexual del trabajo.
En nuestra sociedad, el predominio de estereotipos y las resistencias a abrir espacios de poder a las mujeres siguen estando muy presentes. En esa línea, existe un respaldo moderado a visiones diferenciadoras de los roles de género: seis de cada diez personas encuestadas están de acuerdo con que las profesiones que mejor realizan las mujeres son aquellas relacionadas con el cuido, y cuatro de cada diez están de acuerdo con que los hombres son mejores tomadores de decisiones durante una crisis, más capaces de ganarse el respeto como jefes, y que el mejor lugar para las mujeres es en su hogar cuidando de los hijos. Estas creencias impiden la equidad de género y la paridad representativa a nivel político.
Pero también es importante apuntar que muy lentamente se va dando un cambio: entre la juventud, el respaldo a la participación de las mujeres en política es mayor que entre los adultos. Asimismo, dicho apoyo es mayor en la población urbana que en la rural. Que esta transformación se esté dando, aunque de forma incipiente, es motivo de esperanza; el cambio cultural es posible. Con el apoyo de políticas públicas que favorezcan la participación de la mujer, en un futuro próximo se podría alcanzar la paridad en la participación política. Por un lado, se deben impulsar programas educativos, comunicacionales y de gestión cultural que favorezcan la equidad de género. Por otro, promover nuevos marcos de socialización en ámbitos microsociales como la familia, la comunidad y la iglesia; lugares donde se forjan las creencias, valores y actitudes que sustentan y reproducen el modelo patriarcal.
Si se quiere paridad de género en la participación, no basta con fijar cuotas en las leyes electorales; es absolutamente necesario incidir en la transformación social por medio de acciones que busquen la equidad, inclusión y plena participación de las mujeres en todo espacio de la vida nacional. Una sociedad que discrimina a la mujer o la relega a determinados ámbitos no crece ni se desarrolla adecuadamente, al igual que un ave no puede volar si tiene una de sus alas amarrada.