La situación de violencia y criminalidad que vive el país debe entenderse como una verdadera enfermedad social. Una enfermedad no solo por el elevado número de delitos y homicidios que se cometen cada día, sino también por el tipo de remedio con el que se pretende curarla: se responde a la violencia con violencia, y se considera que ese es el camino correcto. Sin embargo, cuando se habla de la problemática, se piensa exclusivamente en las pandillas, y en ellas recae toda la responsabilidad por la ola de delitos y crímenes. Desde esa perspectiva, solo uno de cada 20 salvadoreños sería una persona violenta. Pero al mirar la realidad con objetividad y estudiar los múltiples casos de violencia que se dan en el país, se observa que no son los pandilleros los únicos perpetradores de delitos ni los únicos violentos.
La violencia es una realidad que se práctica a diario y en muchos ámbitos. La hay en los hogares, entre las parejas, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas. Se actúa de forma violenta ante los que piensan distinto, ante el vecino incómodo, ante el contrincante político. En las calles, se maneja con suma agresividad, jamás se cede la vía, no se tiene consideración con los peatones. La violencia es el modo más común de resolver los conflictos. Y ejemplos cimeros de ello son el aplauso, la aprobación de gran parte de la ciudadanía a los abusos de fuerza y la brutalidad de las autoridades contra las pandillas, y la satisfacción generalizada con la extensión de las medidas extraordinarias. Algunas de estas medidas están fomentando la deshumanización de la juventud de los barrios más pobres y de la población privada de libertad.
La PNC y el Ejército llegan a esos barrios y tratan a los jóvenes a patadas, los sacan de sus casas a la fuerza y en varios casos documentados por medios de prensa se los han llevado para asesinarlos simulando un enfrentamiento armado. En las cárceles donde se han aplicado las medidas extraordinarias, las familias de los reclusos llevan un año sin saber nada de ellos; los abogados apenas tienen media hora al mes para revisar la defensa de sus clientes; se están propagando enfermedades, como la tuberculosis, sin ningún tipo de control; se castiga a los presos con durísimas condiciones de aislamiento y encierro. Todo esto es violencia que genera más violencia y más deshumanización.
Mientras la sociedad es dura con las pandillas, es muy tolerante, aun comprensiva, con algunas formas de violencia. En esta línea, destaca la gran tolerancia ante la violencia de género y contra la niñez; especialmente, ante el abuso sexual, e incluso ante la agresión física y moral que supone la violación. Y no solo es tolerante una buena parte de la sociedad ante estas formas de violencia, sino que también lo son aquellos que tienen por deber combatir y hacer justicia a las víctimas de estos delitos, claramente tipificados en el Código Penal.
Es inaceptable el comportamiento de algunos jueces, que con facilidad dejan libres a los perpetradores de abusos y violaciones sexuales. Aducen falta de prueba, o que la víctima no se presentó a alguna de las etapas del proceso judicial, o le dan más valor al testimonio del agresor. No toman en consideración pruebas contundentes, como los peritajes de médicos y psicólogos, o el estado de embarazo de la víctima, aun cuando el examen de ADN no deja duda sobre la paternidad de la criatura. De ese modo, el 90% de los casos de violación sexual que llegan a los tribunales quedan impunes. La misma existencia de tantos casos de abusos y violaciones, especialmente contra niñas y adolescentes, es una muestra más de que tenemos una sociedad enferma.
Si la violencia es una enfermedad personal y social, esta debe combatirse como tal. El Salvador se unió oficialmente a la lucha para erradicar la violencia contra la infancia, pero hasta la fecha no se ha visto que se pongan los medios necesarios para lograrlo. La educación es uno ellos. Pero también se requieren especialistas en salud mental trabajando en los centros escolares, las unidades de salud y las comunidades; expertos que atiendan tanto a los que sufren la violencia como a los que la provocan, y que enseñen a resolver los conflictos por medios pacíficos. Es esencial que se aprenda a respetar la dignidad de cada persona y a garantizar sus derechos. Solo así se podrá poner remedio a esta grave enfermedad que nos atribula.