La mañana del 20 de junio de 1979, luego de desayunar, el padre Rafael Palacios salió de la casa de una familia amiga y se dirigió a su carro. En el trayecto fue interceptado por un grupo de hombres vestidos de civil y fuertemente armados. Palacios forcejeó y logró correr, pero fue alcanzado por diez disparos en la espalda. Herido, en el suelo, lo remataron en la cabeza. Días antes, el sacerdote había encontrado en la puerta de su casa una mano derecha pintada en color blanco: el símbolo del grupo paramilitar Unión Guerrera Blanca, uno de los escuadrones de la muerte más temidos y sanguinarios de la época.
Carlos Palacios presentó el caso del asesinato de Rafael, su hermano, ante el V Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa, que tuvo lugar del 20 al 22 de marzo en la UCA. Al recordar los hechos y al referirse a los victimarios, reclamó: "Que ellos nos pidan perdón. No es un ‘chucho’ al que mataron".
Durante años, muchos de los sobrevivientes de masacres y de torturas, al igual que familiares de las víctimas, han cargado con el peso y el dolor de la impunidad: "Lo más triste era la necesidad de pedir justicia y que no había oportunidad. ¿Quién podía pedir justicia en ese tiempo? Si ahorita pedir justicia parece pecado, en aquel tiempo era peor. En cierta medida, era el terror", recordó Carlos.
Ante este panorama de impunidad, el Tribunal, organizado por el Idhuca, se convierte en un espacio en el que las víctimas tienen la palabra, en el que se le da voz "a quienes ni siquiera se les permite contar su verdad", como afirmó el jurista español Baltazar Garzón en la apertura del Tribunal, la tarde del 20 de marzo en la capilla de la UCA. "Estamos aquí para gritarles a quienes no quieren oír que la justicia se debe de permitir y se debe de dar en El Salvador", comentó.
La corriente jurídica de la justicia restaurativa enfatiza, precisamente, en la sanación y reparación de las víctimas, y en que las partes se involucren en el proceso. Un elemento fundamental para lograr esta restauración social y moral es el Estado, cuyo rol debe ser el de ejecutor de políticas públicas que garanticen la reconciliación de la sociedad.
El caso del asesinato del padre Palacios fue el primero en presentarse ante el Tribunal de este año. El crimen muestra la persecución y la represión que sufrió en los años setenta y ochenta un sector de la Iglesia católica comprometido con una acción pastoral diferente y más cercana a los pobres. Los responsables nunca fueron juzgados; mientras, la familia Palacios, como muchas otras, sigue sin cerrar ese capítulo: "Cada uno de nosotros tenemos heridas de amigos, familia y conocidos que no nos permiten estar tranquilos. No nos podemos quedar callados".
Así, con su historia y los testimonios de su hermano y de miembros de las comunidades pastorales con las que trabajó el sacerdote, arrancó por quinto año consecutivo el Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa, ante el cual se relataron testimonios de torturas, secuestros, ejecuciones sumarias y masacres.
Los indefensos
En el Tribunal dieron su testimonio dos sobrevivientes a la masacre en el río Lempa, ocurrida el 18 de marzo de 1981. Ese día, la represión del Ejército salvadoreño obligó a los pobladores de la comunidad Santa Marta, ubicada al norte de Cabañas, a dejar el pueblo. Abandonando sus casas y dejando atrás su vida.
La huida los obligó a tomar un solo camino: atravesar el Lempa para llegar a Honduras. Quienes lo lograron, los que sobrevivieron al ataque militar durante el paso del río, estuvieron en el país vecino hasta 1987. En esos años, fueron trasladados a los campamentos de refugiados en Mesa Grande, donde vivieron en territorios cercados por el Ejército hondureño.
Gerardo Leyva y su compañera de vida, Dolores Bonilla, lograron escapar del operativo militar. Gerardo relató que durante la persecución, los helicópteros bombardearon la comunidad; y mientras las personas cruzaban el río, las compuertas de la represa hidroeléctrica se abrieron y el caudal creció, arrastrando a hombres, ancianos, mujeres y niños. Él fue uno de los que ayudó a sus vecinos a atravesar el río. "Ese día, creo que pasé a más de 50 personas. Las piernas se me acalambraban, pero no podía dejar de hacerlo".
En el intento de vadear el Lempa, uno de los hermanos de Dolores fue arrastrado por la corriente. También su tía murió por la onda expansiva de una bomba arrojada desde el aire por el Ejército. Entre sollozos, Dolores narró su impotencia frente a las agresiones sufridas en esos años de represión militar: "Ellos, desalmados; y nosotros, indefensos".
Ambos pidieron que los responsables de esta masacre se disculpen públicamente con el pueblo de Santa Marta, por las más de 400 víctimas, entre muertos y desaparecidos. Por su parte, el juez español José Ramón Juaniz exigió que se trabaje por hacer un censo que identifique a los afectados, pues "una víctima sin nombre es una víctima olvidada".
Ombres contra hombres
En la primera mitad de los años ochenta, José Álvarez Salazar formaba parte de los grupos de apoyo de las Fuerzas Populares de Liberación. Siempre llevaba consigo un carné del Socorro Rojo Internacional que su padre le había dado y un libro titulado Ombres contra hombres. "Mi papá me explicó que se escribía así porque los primeros no eran hombres, habían dejado de serlo a partir de la tortura y la represión que le causaban al pueblo".
José fue capturado el 11 de octubre de 1983, cuando se dirigía al centro de impresión de las FPL en el que colaboraba. Yendo en su carro junto a un compañero, fue interceptado por dos vehículos. Le pusieron una bolsa en la cabeza y lo llevaron a un lugar donde lo metieron en un tubo de metal.
Después fue encerrado en el cuartel de la extinta Guardia Nacional, donde lo mantuvieron desnudo. Diariamente, recibía descargas eléctricas en las axilas y genitales, lo colgaban de pies y manos, y lo golpeaban. "Yo ya había perdido la noción del tiempo". En febrero de 1984, fue trasladado al Centro Penal La Esperanza, conocido como Mariona; lo liberaron tres meses después.
La persecución y represión contra los miembros de las organizaciones populares de la que fue víctima José comenzó en los setenta, como quedó en evidencia con el caso de Rosa Rivera. El 30 de junio de 1976, activistas sociales se organizaban de cinco en cinco para subirse al bus que los llevaría a San Salvador a una marcha estudiantil. Se encontraron el día anterior, desde las tres de la tarde hasta la noche, para preparar la logística. La reunión terminó a las cuatro de la madrugada del 30 de junio. Una hora después, salió el primer grupo; el segundo se iría a las seis de la mañana.
Rosa era la líder y responsable de toda la organización de ese día. Por estar a cargo, decidió irse en el segundo grupo, ser la última en subirse al bus, para asegurarse de que nadie perdiera el transporte. El viaje partiría de Arcatao y terminaría en San Salvador, donde se haría la marcha. Pero no lograron llegar al destino: poco después de iniciado el recorrido, el bus fue detenido por la Guardia Nacional. Rosa fue capturada y secuestrada.
"¿Para dónde ibas, mamita?", le preguntó uno de los guardias antes de aplicarle la primera de una serie de descargas eléctricas en la sala de tortura de un cuartel del Ejército. Después la llevaron a un cuarto, donde los golpes y amenazas continuaron. El suelo del lugar estaba cubierto de cal, lo que provocaba que al caer los prisioneros lo inhalaran, abrasándose los ojos y la garganta.
"Si no nos decís, te vamos a matar", le gritaba uno de los soldados. "¿Qué quiere que le diga? ¿No está leyendo mis papeles, pues?", respondía ella. "En ese momento yo estaba segura de que me iban a matar", comentó Rosa ante el Tribunal.
Luego de interrogarla, la amarraron de los pulgares y la colgaron de una de las vigas del techo. Desde ahí la dejaron caer. Nuevamente, sintió los efectos de la cal en todo el rostro. La amenazaban de muerte y le decían que la llevarían adonde estaba el resto de los soldados para que abusaran sexualmente de ella.
Cuando la sacaron del cuarto, logró reconocer a una de las dos compañeras junto a las que fue capturada en el bus. A la mujer ya la habían dejado en libertad, pero se rehusaba a irse sin las otras. Al final, las tres fueron liberadas.
Exigencias de reparación
El informe de la Comisión de la Verdad, que investigó y analizó los hechos de violencia ocurridos en El Salvador entre enero de 1980 y julio de 1991, registró más de 22 mil denuncias. De estas, más del 25% corresponde a desapariciones forzadas y cerca del 20% a torturas. Activistas sociales y militantes de grupos de oposición fueron las principales víctimas de la represión. A ninguna de las denuncias hechas a la Comisión se le dio un seguimiento judicial. Por esto, José Salazar, al terminar su testimonio, pidió la derogación de la ley de amnistía, solicitud que los asistentes apoyaron con un estruendoso aplauso. "Mientras no se aplique la justicia, las heridas de la guerra seguirán abiertas", sentenció.
A esta petición se unieron otras exigencias de las víctimas, que se hicieron públicas al cierre del Tribunal, entre ellas, una solicitud a la Iglesia católica para que reconozca sus errores y pida perdón; que el Ministerio de Educación incluya en la materia de Estudios Sociales la historia real del conflicto armado, enfatizando en las masacres y las víctimas de la guerra; conocer quiénes fueron los responsables de las violaciones a los derechos humanos; apoyo psicológico para las víctimas y sus familiares; y que los jóvenes que no tienen recursos sean atendidos por el Estado para evitar una nueva guerra.
A pesar de la dureza de los testimonios y del dolor que aún implica recordar estos sucesos, el Tribunal permite que la impunidad ceda espacio a la esperanza de alcanzar justicia y hace brillar la dignidad humana que los verdugos pretendieron negar a sus víctimas.