De la vocación a la profesión

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Nancy Solito
21/05/2013

Nació el 30 de agosto de 1962, en San Fernando, Morazán; aunque muy pronto su familia emigró a San Miguel, donde desarrolló el gusto por la enseñanza y estudió un bachillerato pedagógico. Rosa Maritza Rodríguez de Hernández es la segunda hija de Salvador Rodríguez y María Dolores Chavarría. A los 18 años, decidió mudarse a la capital para estudiar Ciencias de la Educación en la Universidad Francisco Gavidia. Paralelamente, comenzó a trabajar como maestra en el Colegio Santa Inés, donde estuvo hasta 1986.

A pesar de su juventud, su seriedad le permitió abrirse puertas en el ámbito laboral. El mismo año que dejó el colegio, la contrataron en la Arquidiócesis de San Salvador, donde trabajó con monseñor Arturo Rivera y Damas. Colaboró en procesos de educación a nivel nacional con la Conferencia Episcopal de El Salvador y apoyó a la Federación de Colegios Privados Católicos en la elaboración de proyectos, como las primeras escuelas para padres en el país. "Para mí, esa época fue muy decisiva porque me generó todas las bases de conocimiento y de trabajo".

En 1991, por cuestiones de salud, dejó el arzobispado. "Empecé a trabajar con las Hermanas de la Caridad, en la Escuela Santa Luisa y en el Colegio La Sagrada Familia. Sin embargo, monseñor Rivera siempre insistía en que regresara y, por eso, volví en 1992".

Dos años después, enfrentó una situación dolorosa: el 26 de noviembre de 1994, el arzobispo murió a causa de un infarto. Fue un duro golpe. "Yo lo quería mucho. Era más que un jefe de trabajo", recuerda, con tristeza.

La dinámica laboral cambió drásticamente, por lo que decidió renunciar en 1997. "Me fui a trabajar a una consultoría con el Fondo de Población de las Naciones Unidas. Poco antes de terminarla, me informaron de una plaza vacante en el Idhuca".

 

"Hacer realidad la visión de los mártires"

"Conocí el trabajo del Idhuca por el padre Segundo Montes, ya que, durante un tiempo, estuve en la parroquia Cristo Resucitado, donde él era el párroco. Además, algunas veces nos reuníamos con él en la UCA y nos hablaba de su trabajo".

"También, teníamos un amigo en común: el padre Rodolfo Cardenal. Precisamente, fue él quien me comentó que había una plaza administrativa en el Idhuca, y me animó a que aplicara. Entonces, en agosto de 1997, empecé a trabajar con Benjamín Cuéllar. Mi primera experiencia en el Instituto fue en la organización de una Jornada por la Vida, Justicia y Derechos Humanos que el Idhuca realizaba en ese mes, y que luego se convirtió en el Festival Verdad".

"En esos años, me di cuenta de que no teníamos una proyección radial, y entonces comencé a estimular a mis compañeros para empezar una radiorrevista en la YSUCA: fue así como nació Hablemos claro, que luego se llamó Sembrando futuro".

Un año después, en 1998, asumió la subdirección. "Una de mis condiciones para aceptar el puesto era no convertirme en figura pública, porque quería mantener mi vida privada. Para mi sorpresa, Benjamín aceptó. Y aunque (...) implicaba asistir a conferencias de prensa, cócteles y actividades sociales, es él quien ha ido siempre".

Como subdirectora, pasó a administrar tanto la contabilidad de los proyectos como la parte operativa, la gestión de recursos, las relaciones con las agencias de cooperación y las alianzas con otras instituciones que trabajan temas de derechos humanos.

En 2001, impulsó la creación de una base de datos de los casos a los que el Idhuca da seguimiento. "Vi la necesidad de tenerla porque cada vez llegaba más gente y, a la hora de hacer los informes, se requería de un registro". Más adelante, en 2004, comenzó las gestiones para la automatización de la contabilidad de proyectos, junto con el jefe de Control Financiero de la época.

No solo por trabajar en la UCA, sino por la relación que tuvo con Montes, en 2002 se involucró también en la celebración del aniversario de los mártires. "Cuando la persona que se encargaba de coordinar la procesión de farolitos dejó la responsabilidad, me preguntó si quería tomarla. Esto (...) me llenó de alegría, porque me ha permitido ir involucrando a toda la comunidad universitaria".

Y es que, para Maritza, "trabajar en la UCA es hacer realidad la visión de los mártires. Me ofrece la oportunidad de servir, sobre todo, cuando trabajamos con víctimas. Este trabajo me gusta, me llena".

"Soy educadora por opción de vida. Me encanta la enseñanza. De hecho, estudié la Maestría en Política y Evaluación Educativa porque considero que la educación es fundamental. Incluso, cuando estoy muy cansada, pido que me asignen algún taller para desarrollarlo con jóvenes en los pueblos, porque siento que eso me revive".

 

Metas por cumplir

Con 16 años en la UCA, dice que "aún hace falta mucho por hacer". Por ahora, su meta es conseguir más recursos para continuar el trabajo del Instituto. "Esta es una preocupación laboral constante, porque tengo sobre mis hombros esa responsabilidad institucional y, además, porque deseo mantener la calidad educativa en lo que hacemos".

Pese a la carga laboral, no ha descuidado a su familia. Está casada con Mauricio Hernández y tienen tres hijos: María Auxiliadora, de 21 años; Mauricio, de 16; y Pamela, de 13. "Cuando los veo, pienso que se merecen un país distinto, y el trabajo del Idhuca es por un país distinto".

Maritza también pertenece a la Asociación de Scouts de El Salvador, en la que dirige al Grupo n.º 20. Uno de sus deseos es, ya jubilada, dedicarse a formar jóvenes, ya que, afirma, son los que pueden cambiar la realidad de El Salvador. "Sueño con bajarle el ritmo a mi vida. Aunque va a ser difícil porque siempre ha sido muy agitada".

A punto de terminar su relato, retrocede un poco en el tiempo y recuerda los momentos en que estuvo a punto de abandonar las cosas por los obstáculos que enfrentaba. "A veces, los problemas nos bloquean y nos hacen retroceder, pero es cuando debemos evaluar lo importante que es nuestra labor y darnos cuenta de que no podemos dejar de hacerla".

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