Cuando uno está enfermo difícilmente puede hacer la guerra. Pero lo que es evidente para el individuo no es tan claro en las relaciones sociales. El Salvador está enfrentando una pandemia grave que no solo ha afectado la salud de muchos salvadoreños. Ha causado estragos también en la economía, el trabajo, el bienestar y la educación. En otras palabras, podríamos decir que El Salvador está realmente enfermo. En realidad, nunca había salido del todo de una etapa convaleciente, tras la grave enfermedad de la guerra civil y la incapacidad de superar la violencia social y estructural. Pero ahora se recrudece una nueva fase de tensión y de enfrentamiento social y político enfermizo, que aumenta el malestar. Estamos enfermos y nos hacemos la guerra. O más bien, la guerra sigue siendo nuestra enfermedad, aunque de momento, violencia estructural a parte, más inmersa en la virtualidad, aunque algunos griten que de lo virtual se pase a lo real. Nuestros políticos parecen más interesados en el insulto que en la salud, tanto ciudadana como del Estado. ¿Podremos desde el insulto y el grito labrar un futuro mejor? Hasta ahora lo que se conoce es todo lo contrario. Solamente cuando el grito agresivo desaparezca se iniciarán perspectivas de bienestar en el futuro.
Frente a la cultura de paz, definida y propugnada por la ONU, en muchos aspectos apoyándose en amplias tradiciones religiosas mundiales, en nuestro país se ha preferido privilegiar una cultura de guerra, al menos virtual. El gobierno actual mantiene una especie de visión apocalíptica de la historia salvadoreña. Se ve el pasado como una suma absoluta de males y se presenta al nuevo liderazgo gubernamental como el destructor de la maldad del pasado y el iniciador de una nueva era de aspectos redentores y salvadores. El bien y el mal están en lucha frontal y absoluta, y todo el que manifiesta cualquier tipo de crítica que sea diferente de la gubernamental no es más que un aliado de los malos. Frente a la cultura de paz que privilegia la no violencia activa y rechaza todo tipo de violencia, se está imponiendo la agresión sicológica, la tergiversación y manipulación de la realidad, la mentira total o parcial como estrategia.
En la cultura de paz, además de impulsar los valores de la generosidad creativa y el respeto al medio ambiente, se insiste en la necesidad de escuchar para comprender. La dinámica gubernamental parece más dedicada a insultar para imponer. La persecución y ataques al periodismo de investigación, el privilegio de la propaganda sobre la verdad, la incapacidad de planificar el futuro desde un diálogo inclusivo reflejan esta mentalidad apocalíptica simplona que ve como malignos enemigos a todos los que tienen una opinión divergente, por pequeña que sea. Enemigos malignamente aliados contra la verdad y el esplendor de un nuevo gobierno, caracterizado por el apoyo de una mayoría, supuestamente indestructible, aunque ya se perciban síntomas claros de decepción y cansancio incluso en sus propias filas.
Violencia estructural y violencia cultural han sido desde la independencia problemas graves y nunca plenamente superados de El Salvador. La violencia física se manifestó brutalmente en varios momentos de nuestra historia, muchas veces unida a la violencia cultural. Las guerras de exterminio contra indígenas e incluso contra su cultura y su lengua, cuando estos reclamaban sus derechos, no fue solamente un problema de la conquista colonial. La masacre del 32 permanece como una herida histórica en nuestra patria al no ser nunca aceptada por el Estado como un verdadero delito de lesa humanidad. El machismo continúa como una expresión deleznable de la violencia cultural contra la mujer, fomentada todavía descaradamente por algunos individuos. Aunque la violencia física ha sido superada relativamente tras la guerra, hoy ha aumentado la violencia verbal. Este último tipo de violencia agrava siempre las otras violencias, especialmente la cultural y la estructural, porque estas últimas solo pueden vencerse a través de la escucha, el diálogo y la planificación económica y social derivada desde el análisis serio de los problemas. Quedarse casi exclusivamente en la apocalíptica violencia del lenguaje no lleva más que a acrecentar, en el mediano o largo plazo, las otras violencias. Y con ellas, al fracaso político, económico y social.
* Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 16.