Democracia, representación y partidos políticos

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Democracia es una palabra venerable y longeva. También es una categoría envilecida por el impúdico abuso sufrido a manos de toda clase de demagogos y retóricos. Es, por supuesto, una categoría polisémica y laberíntica, por ende, problemática. Es irresistible, para el caso, invocarla a partir de un adjetivo calificativo que la acompañe. Un adjetivo que actúa en complicidad con aquel que lo invoca y su interés, ya sea este implícito o manifiesto, legítimo o perverso y/o descalificador. Son decenas de adjetivos los utilizados con este fin: burguesa, elitista, popular, sindical, mínima, procedimental, deliberativa, multicultural, posmoderna o, incluso, posdemocrática, etcétera.

Hay dos adjetivos que, sin embargo, sí capturan de forma clásica e irrefutable la esencia de lo que debemos entender por democracia en nuestro mundo de hoy: liberal y representativa. Ambos adjetivos expresan la razón por la cual la palabra democracia es tan fieramente disputada por actores políticos de muy diversas identidades y ello es por el valor que la democracia resguarda en su seno: la capacidad de otorgar legitimidad política.

Ahora bien, un tema particularmente polémico a la hora de evaluar el significado, alcance y valor de la democracia se asocia indiscutiblemente con el mecanismo electoral, pilar central, aunque no el único, que posibilita los mayores niveles de participación ciudadana, en tanto depositario del ejercicio de la soberanía popular. Tras incontables y reiterativos debates al respecto, una convicción se sostiene firme: las elecciones libres, competidas e imparciales, siendo condición necesaria, no son condición suficiente de la consolidación y el valor de un régimen democrático.

Retomo ahora los dos adjetivos señalados: liberal y representativa. Durante décadas asumimos que democracia y liberalismo eran prácticamente sinónimos. Ahora admitimos que eso no es tal. Que el liberalismo posee ingredientes contra mayoritarios como la constitución y los derechos humanos que pueden entrar en contradicción con las decisiones mayoritarias en los parlamentos avaladas por la democracia. Del mismo modo, ahora reconocemos que no todos los liberalismos son iguales (algunos son más conservadores y otros más progresistas) y, por ende, su vínculo con la democracia modifica los alcances y naturaleza de ésta. Cabe, entonces, recordar la infeliz convergencia que se experimentó en América Latina desde los años ochenta entre cambio político en clave democratizadora con el auge e implementación del programa económico neoliberal. Ello, como sabemos, acentúo los cambios en materia de construcción de instituciones electorales, pero debilitó el vital componente republicano, necesario en las democracias para consolidar algunas políticas públicas redistributivas orientadas a fortalecer la capacidad de agencia en la ciudadanía de la región.

Paso al segundo adjetivo. Representativa. Es un hecho que la democracia representativa se ha vuelto nada representativa. El pluralismo social (etnicidad, nacionalidad, religión, género, etcétera) no puede traducirse como espejo en las instancias convencionales de representación: elecciones, partidos y parlamentos. Resolver dicho problema ha sido siempre un desafío democrático y obviamente es irreal esperar algún día una solución perfecta a dicho dilema. No ayuda que las élites gobernantes acentúen su distancia ante los gobernados. Tampoco que su desconsideración hacia lo que realmente quiera y necesita la sociedad a la que dice representar sea olímpica e impúdica. A su vez, y es la tesis que deseo explorar, los partidos políticos en general, por muy diversas razones, se han vuelto incapaces de generar o permitir soluciones alternativas a los problemas sociales.

Existe una afirmación que sostiene que el populismo es directamente la consecuencia de esta crisis de representación. Y acentúa en particular la incapacidad de los partidos políticos en representar a dicha pluralidad social. Al respecto, admito que dicho hiato entre partidos políticos y sociedad es no solo real, sino radical. Lo que la historia de los partidos políticos demuestra a lo largo del siglo XX es algo que provoca perplejidad. Por un lado, es una historia de éxito indiscutible. Si algo demostraron poder hacer los partidos es adaptarse a las condiciones que el entorno social les exigió en su momento.

Así se explica la evolución de partidos de notables a partidos de masas y de estos a partidos “atrapalotodo”. La culminación de esa evolución hacia “partidos cartel” (es decir, partidos como instancias semi estatales totalmente blindados ante los reclamos y expectativas de responsabilidad, es decir, de responder a las demandas ciudadanas) es la típica historia de muerte por éxito.

Para decirlo con más énfasis y precisión: un sistema de partidos cartelizado presentaría los rasgos siguientes: a) la despolitización de la actividad partidaria: la política habría devenido en un oficio gerencial de élites interesadas; b) la competencia política partidaria se transforma, por tanto, en una suerte de simulación en donde se desincentiva la competencia formal. Este rasgo es muy simple de explicar: son sistemas de partido que convergen ideológicamente en un centro moderado, toda vez que la economía de mercado impone la agenda política y reduce el espacio de disputas; c) los partidos encuentran motivaciones poderosas para entorpecer el ingreso de partidos periféricos a la arena de competencia, manipulando el sentido y el contenido de las reglas electorales; d) la competencia política intrapartidista , por otra parte, se vuelve una competencia intensiva en capital. Los partidos cartel se ven forzados a tecnificar sus campañas electorales, lo cual significa necesariamente destacar el carisma de los líderes, utilizando las técnicas de mercadotecnia política.

Sobre todo, y pese a todo, los partidos políticos continúan siendo indispensables para el funcionamiento del sistema político. Han dejado, en efecto, de cumplir (o cumplen a medias) muchas de las funciones canónicas, es decir, tradicionales, que la literatura especializada les ha asignado. Por ejemplo, las funciones propiamente sociales tales como: socialización, movilización, legitimación, representación y participación. No obstante, los partidos aún son insustituibles respecto de las funciones propiamente operativas del régimen político. Es decir, las funciones de gobernabilidad y de formulación de políticas públicas, que desempeñan los partidos en instituciones como los parlamentos donde inciden en la mecánica de trabajo.

Por otra parte, el proceso de elaboración de las políticas públicas constituye aún una tarea fundamental que se encuentra reglada por las instituciones formales que integran el sistema político. Si bien la función representativa adolece cada vez más de lograr una cercanía de espejo entre la pluralidad social y lo que el sistema político es capaz de captar de la misma, lo cierto es que los partidos continúan siendo los garantes de esta. El así llamado “Estado de partidos” configura una situación en la que ni los organismos representativos ni el gobierno pueden existir sin la presencia de los partidos políticos. Así, los partidos suministran altos cargos a las instituciones políticas tras la selección o promoción entre sus militantes para competir por cargos en elecciones libres, imparciales y competitivas.


* Ángel Sermeño Quezada, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 35.

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