¿El imperio de la ley o el imperio de las armas?

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Proceso
20/11/2020

El cambio más radical que propiciaron los Acuerdos de Paz de 1992 fue separar la seguridad pública y la defensa nacional. A la nueva Policía Nacional Civil se le encomendó la primera, a las Fuerzas Armadas la soberanía y la integridad del territorio y estar supeditados al poder civil. De esta manera, el autoritarismo militar que gobernó todas las dimensiones de la vida nacional durante décadas y cuyas consecuencias derivaron en una guerra civil, podría dar paso a un régimen democrático pluralista y respetuoso de los derechos humanos fundamentales. Es cierto que la ley contempla excepciones a esta regla, dejando abierta la posibilidad de que el Presidente disponga de la Fuerza Armada, pero solo en casos excepcionales. Sin embargo, la excepción se ha vuelto regla en El Salvador.

Apenas firmados los Acuerdos de Paz, desde 1993, al ejército se le comenzó a utilizar en tareas de seguridad ciudadana. Gradual y progresivamente, la Fuerza Armada ha vuelto a ser un actor político de primera línea. Durante los primeros dos gobiernos de Arena (1989-1999), al ejército se le utilizó de manera discreta. Pero a partir de los planes manoduristas, en los siguientes dos gobiernos de Arena (1999-2,009) y los dos del FMLN (2009-2019), a los efectivos militares se les dio mucha más visibilidad en las calles. ¿Quién no recuerda las tanquetas en las esquinas pretendiendo ser un elemento “disuasivo” para la delincuencia? No obstante, ha sido durante el gobierno de Nayib Bukele que la institución castrense se ha vuelto, otra vez, protagonista de la vida nacional. En una anacrónica y errática lectura de la independencia centroamericana, se les declaró héroes en la conmemoración del 15 de septiembre de 2019, y con el mismo adjetivo se les publicita en televisión, desde el gobierno, por sus labores durante la pandemia de covid-19 y durante las emergencias por las tormentas que han azotado al país. Militares se han visto repartiendo comida, buscando langostas, haciendo cercos “sanitarios” y un largo etcétera. ¿Las Fuerzas Armadas siempre han conservado el poder decisorio sobre la vida nacional? ¿Están realmente supeditados al poder civil?

Lo que se ha visto en todos estos años son signos claros que denotan que el estamento militar es una especie de casta superior. La Corte Suprema de Justicia se negó en varias ocasiones a colaborar con los tribunales españoles para aclarar el caso de la masacre de la UCA. Esta es la razón por la que solo uno de los autores mediatos del crimen fuera juzgado recientemente. También la Corte, cobró singularidad en el mundo, al interpretar una difusión roja de la interpol como “aviso de localización” contra los militares señalados por el mismo crimen. El ejecutivo de entonces, presidido por Mauricio Funes, los protegió albergándolos en el cuartel central de la extinta Guardia Nacional, cuna de los escuadrones de la muerte.

El gobierno de Bukele ha continuado con la misma práctica de gobiernos anteriores: la seguridad pública es represiva y la Fuerza Armada tiene un lugar privilegiado en ella. Prácticamente todos los puestos estratégicos en la actual Policía Nacional Civil, comenzando por su director, provienen de las filas del Ejército.  A esto hay que sumar también que el actual gobierno ha hecho lo mismo de siempre al impedir y bloquear las investigaciones sobre la masacre de El Mozote y que, a pesar de que las Fuerzas Armadas reciben pagos de parte de las Naciones Unidas por la participación de efectivos y equipos en la misiones de paz impulsadas por la instancia supranacional, ningún ente de control interno ni ningún gobierno, incluido el actual, ha exigido cuentas sobre lo que hacen con ese dinero.  Finalmente, la más reciente resolución de la Sala de lo Penal sobre la masacre de la UCA es, según los especialistas en la materia, una aberración jurídica que descaradamente tiene el fin de defender a los militares. Mientras esto ocurre, en la Asamblea Legislativa ya ha sido presentada una propuesta de “Ley de Seguridad Nacional” que, según se rumora, daría poder de decisión a la Fuerza Armada sobre temas estratégicos del país.

Es decir, hay demasiados signos que evidencian que la institución castrense sigue siendo un estamento que está por encima de la ley. Y hay todavía militares, candidatos a diputados incluidos, que se gozan en afirmar que el poder real del país lo tiene la Fuerza Armada. No reconocen los errores de la guerra y siguen negando las atrocidades cometidas por sus miembros a pesar de la evidencia científica que lo demuestra. Los militares que se oponen a las pretensiones autoritarias de Nayib Bukele, que no son pocos, ven en el papel del actual ministro de Defensa una desviación o, a lo sumo, una traición, pero mantienen intacta su convicción de que sin Ejército la República no existiría. ¿Están realmente bajo el poder civil o el poder civil no les exige nada que ellos no quieran obedecer?  ¿El presidente los defiende como héroes porque sabe que sin ellos su estilo de gobernar no es viable sin la fuerza de las armas?

Como se ha dicho muchas veces, los Acuerdos de Paz sentaron las bases para fundar un nuevo país. Los Acuerdos fueron, probablemente, el único acuerdo de nación que hemos tenido en la historia del país. El pilar fundamental de la posibilidad de construir algo nuevo era la desmilitarización de la seguridad interna y el sometimiento de la Fuerza Armada al poder civil. Por eso, a la Fuerza Armada se le definió como apolítica, profesional, no deliberante y obediente. En estos tiempos en que, desde su cúpula, la Fuerza Armada se ha constituido en actor político, cuando el mismo ministro de Defensa ha dicho que el actual gobierno es el mejor de la historia, la institución castrense ha dejado de ser apolítica y no beligerante. ¿Cómo confiar en ella cuando traslade las urnas con los votos de los ciudadanos? Lo que está en juego no es solo una elección, sino el sistema de gobierno. Está en juego lo poco que se construyó, en materia de institucionalidad, desde los Acuerdos de Paz. Lo que está en juego es la involución del país hacia el autoritarismo fundado en el imperio de las armas.

 

* Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 23.

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