El terror: instrucciones de uso para gente aterrorizada. 1932 y 1944 en El Salvador

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Pedro Romero Irula
22/10/2020

Yo fusilé a un tal Farabundo Martí a un tal Gerardo Barrios
-hace solo unos días-
y aplaudí a Cuaumichín
cuando ordenó la tortura de Fidelina Raymundo (…)
Y sigo joven
duro de soportar cuando golpeo

Roque Dalton


Uno de los temas recurrentes de El Príncipe es el uso correcto del terror. Por correcto hay que entender “eficaz” y no “moralmente bueno”. Maquiavelo reconoce que el terror es una herramienta de gobierno más efectiva que el carisma, pero requiere astucia y estrategia. Es más recomendable un acontecimiento represivo definitivo que hacer de la represión y la violencia un modo de gobierno. En la primera situación, según Maquiavelo, el terror paraliza y disuelve la oposición, pero en la segunda la construye y la empuja a la unidad1.

La historia salvadoreña permite ilustrar el terror maquiavélico con los momentos de inauguración y clausura del martinato (1931-1944). Hernández Martínez, cada vez menos figura histórica y más leyenda, marcó el final de la época liberal y el inicio de los regímenes militares en el país. Como muchos otros en su época (Sandino, Masferrer y Salarrué, por ejemplo), Martínez era aficionado al esoterismo, al misticismo oriental y a la teosofía, lo que no le impidió ser un político sumamente hábil, de gran sentido estratégico y, en el sentido más estricto de la palabra, maquiavélico.

Cuando alcanzó el poder en 1931, Martínez estaba montado en un castillo de naipes. Había sido vicepresidente de la incompetente administración de Arturo Araujo, por lo que comprendía muy bien que El Salvador se desarmaba. El Estado se encontraba al borde de la quiebra, ahogado en deuda externa. La crisis económica del 29 desplomó los precios del café, y con estos la agroexportación salvadoreña, basada únicamente en este cultivo. Si la crisis golpeó a los hacendados, amenazó con aniquilar a los indígenas y campesinos, antes despojados de sus tierras y ahora también de su único medio de vida: el trabajo semiesclavo en las haciendas2. La expansión rural y la radicalización anticapitalista del movimiento obrero (del que había nacido el Partido Comunista) prendieron la mecha del barril de pólvora. La explosión no tardó: el 22 de enero de 1932 un levantamiento indígena-campesino tomó varios pueblos del occidente, pocos días después de que una redada del gobierno martinista capturara a los comunistas en San Salvador.

No hay consenso sobre lo que sucedió exactamente en 1932, pero lo cierto es que el levantamiento estaba condenado al fracaso y que el gobierno respondió con una brutalidad aterradora. El calificativo no es gratuito. Martínez, mediante su lugarteniente José Tomás Calderón, masacró en el occidente, durante un par de días, entre diez mil y veinte mil campesinos e indígenas (ambas categorías se traslapan). En términos maquiavélicos, se trata de un ejemplo de terror eficaz. Martínez, que no tenía una base política fuera del Ejército, pretendía gobernar un país ingobernable. En otras palabras: no tenía nada que perder. Desde una perspectiva inmediata, esta masacre que reconfiguró El Salvador también eliminó el comunismo3, obligó a un repliegue del movimiento social y llevó a la sociedad a reconocer a Martínez como un gobernante temible. Incluso Estados Unidos, que por el Tratado de Washington no podía reconocer a gobiernos instituidos por golpes de estado, eventualmente cedió ante el régimen del Teósofo Ametrallador, como lo llamaban sus detractores.

Martínez permaneció en el poder otros doce años. Tras una serie de medidas económicas exitosas, su gestión logró fortalecer el estado salvadoreño y lo sometió a un proyecto cada vez más fascista y totalitario. La restricción de libertades (censura en la prensa, regulación del derecho a la reunión, reelecciones vía reformas constitucionales amañadas, etc.) amenazó a la creciente clase media, orillándola a la oposición. El aparato estatal de vigilancia y represión se basaba sobre todo en la amenaza, en la presencia constante de un control policial sobre la vida pública y privada, que recordaba (pero no siempre ejercía) la violencia ilimitada de 1932, un recuerdo tácito pero siempre presente en la conciencia colectiva. Los recursos que este requería se obtenían a partir de las intervenciones cada vez más marcadas del Estado en la economía. La élite no tardó en poner el grito en el cielo ante lo que consideraban una intentona socialista del martinato. No deja de ser irónico, tratándose del mismo régimen que justificó los hechos de 1932 enarbolando el anticomunismo. Y sin embargo, la élite se integró también a la oposición. Por último, Martínez ejecutó algunas reformas sociales de corte asistencialista, pero estas resultaron mínimas, y no lograban equilibrar sus alcances con los del proyecto totalitario del régimen. Sin embargo, los obreros desencantados solo entraron parcialmente a la oposición4.

En 1944 Martínez anunció sus intenciones de reelegirse para el período de 1945-1949. En abril de ese año, un grupo de militares ejecutó de una manera estúpida un intento de golpe de estado. El resultado parece el episodio de una sitcom. A fin de someter los cuarteles leales a Martínez, la insurgente Fuerza Aérea optó por bombardearlos: no le atinaron al cuartel, pero sí a varias cuadras del centro de San Salvador. Los martinistas tomaron de nuevo el control del campo de aviación y los pilotos se quedaron sin dónde aterrizar. El propio Martínez, que se encontraba vacacionando en el Puerto de La Libertad, pasó por un retén de los golpistas en su camino de regreso a San Salvador, quienes lo dejaron continuar su trayecto sin problemas. No le costó mayor cosa neutralizar la situación.

Una redada masiva contra los conjurados terminó en, por lo menos, cuarenta condenas a muerte y catorce ejecuciones. Los miembros del complot huyeron en desbandada. La represión que siguió a los sucesos de abril del 44 era, sin duda, otro intento de Martínez de disolver la oposición amenazante mediante el terror maquiavélico. No obstante, para entonces su proyecto político había alienado a grandes sectores de la población (empresarios, facciones militares, universitarios, algunos grupos obreros, asociaciones femeninas y feministas, profesionales e incluso funcionarios del gobierno) y las condenas a muerte fortalecieron las posturas antidictadura. Una amenaza contra tan amplia llevaba consigo el germen de una amenaza contra el propio gobernante.

Así que en mayo varias redes opositoras (que conformaban alianzas que hoy juzgaríamos enloquecidas: funcionarios con empresarios, empresarios con universitarios, universitarios con militares), de manera más o menos desordenada, organizaron la famosa huelga de brazos caídos5. Cerraron los comercios y renunciaron los empleados estatales. Comités de solidaridad (en los que participaron millonarios y mujeres del mercado, motivados por razones diametralmente opuestas) recaudaron donaciones para los trabajadores que se sumaban. Y, al contrario de las víctimas del 32, las víctimas de abril del 44 fueron enaltecidas, elevadas al rango de héroes y mártires de la nación6. Tras unos días tensos e inciertos, Martínez renunció.

¿Por qué renunció el dictador? El 12 de abril, días después del intento golpista, uno de sus funcionarios de confianza le recomendó renunciar. Martínez respondió: “Gústele o no a la gente, yo me quedo”7. Pero casi un mes después, decidió abandonar la presidencia. Patricia Parkman reconstruye una escena esclarecedora de los últimos días de su régimen:

“El jefe del Estado Mayor (…) se hizo presente durante la reunión para asegurarle al presidente que el ejército lo aseguraba en un 100 por ciento y que sólo esperaba una orden de él para dispersar a las muchedumbres en las calles. Cuando el portavoz del gabinete le dijo al presidente “no podemos acompañarle en ninguna medida violenta”, Martínez le interrumpió para comunicarle que él tampoco era partidario de ningún tipo de medidas violentas. Agregó que había demostrado que no era ningún cobarde cuando aplastó la insurrección del 2 de abril y que no dudaría en poner al ejército en su lugar si volvía a rebelarse. “Pero contra el pueblo”, reiteró, “no voy a tomar ninguna medida violenta8. Si ahora el pueblo quiere que me retire, estoy dispuesto a hacerlo sin dificultades”9.

Interpretar su renuncia como una reacción moral sería un error. Los hechos de 1932 desmienten cualquier escrúpulo que Martínez tendría para emprender una represión violenta contra “el pueblo”. Sencillamente, en términos de estrategia, con una nueva ola represiva no tenía nada que ganar. Al contrario, sumada a las ejecuciones de abril, corría el riesgo de radicalizar aún más la oposición, que se adhería, por el momento, a la resistencia no violenta. Martínez estaba en jaque y optó, fiel a su sentido pragmático, por retirarse de la partida.

Este fue el final de la dictadura martinista, pero no del modo autoritario y represivo del gobierno en El Salvador. Sin embargo, la continuidad de los regímenes militares no implicó estabilidad social ni política. A fin de cuentas, los militares hicieron del terror un modo de gobierno con tanta insistencia que, en retrospectiva, pueden leerse los siguientes cuarenta años en El Salvador como la receta del caldo de cultivo del conflicto armado.

Después del periodo de apertura democrática más prolongado de la historia salvadoreña, el Estado se dirige una vez más a sus modelos autoritarios, represivos y clientelares. Los mecanismos del terror han cambiado, quizás incluso se han vuelto más complejos, pero su funcionamiento maquiavélico se mantiene. Como sujetos del terror, conviene comprender estratégicamente los mecanismos del pasado para resistir de mejor manera (o al menos intentarlo) la tormenta que se avecina.

 

* Pedro Romero Irula, estudiante de la Licenciatura en Teología de la UCA. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 19.

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Referencias 

1. Nicolás Maquiavelo. El príncipe (Barcelona, SARPE, 1983), pp. 69-70. Por otra parte, en Desafiando los poderes. Acción colectiva y frentes de masas en El Salvador (1948-1980), (San Salvador, Secretaría de Cultura y Universidad Gerardo Barrios, 2017) Luis Huezo Mixco propone que el discurso de la unidad fue un factor clave propio del movimiento social en sus enfrentamientos con el Estado y las élites.

2. Para una excelente reconstrucción de las reglas formales e informales que regulaban la violencia entre Estado y subalternos durante este período de despojo y radicalización, ver Cultura y ética de la violencia. El Salvador 1880-1932, de Patricia Alvarenga (San Salvador, DPI, 2006).

3. No me interesa determinar si los indígenas que se alzaron en 1932 eran comunistas o no. Sobre el asunto hay una bibliografía tan abundante como contradictoria. Lo cierto es que en la imaginación colectiva se trató de un asalto comunista que convirtió a Martínez en el salvador de El Salvador. El fantasma de la amenaza roja recorrió el país durante el resto del siglo XX para dar paso a un anticomunismo recalcitrante que, vestido de nacionalismo, propició atrocidades similares a la matanza del 32. Ver: Carlos Gregorio López Bernal. Tradiciones inventadas y discursos nacionalistas: El imaginario nacional de la época liberal en El Salvador, 1876-1932 (San Salvador, Editorial Universitaria, 2007), cap. IV.

4. Para una reconstrucción más completa del régimen de Martínez, la formación de la oposición y la gesta de 1944, ver: Patricia Parkman, Insurrección no violenta en El Salvador. La caída de Maximiliano Hernández Martínez. (San Salvador, DPI, 2006).

5. Parkman se resiste a llamarle así y la cataloga como “paro cívico”. Argumenta que las huelgas son despliegues de la clase obrera, mientras que los eventos de 1944 fueron liderados por las clases media y alta.

6. Esto no solo lo atestiguan los documentos históricos. (Ver Patricia Parkman, op.cit.). Claudia Lars, poeta del establishment, escribió una serie de poemas titulada “Romances de la sangre caída” dedicados “A los rebeldes salvadoreños en su semana heroica”. Al otro lado del espectro ideológico, Oswaldo Escobar Velado, que también participó en el movimiento opositor, dedicó varios poemas a las víctimas del martinato.

7. Parkman, op.cit., p. 124.

8. Lo referente a las medidas violentas, según Parkman, parece ser cierto. No se ejerció violencia contra las masas que exigían el fin de la dictadura en las calles, o por lo menos no en los niveles esperados.

9. Parkman, op.cit., pp. 173-174. El énfasis es mío.

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