En medio de la parafernalia y la fanfarria electorera que insiste en que la vida de los salvadoreños se juega en las decisiones de los políticos, surgió una noticia que parece haberse colado para despertar la esperanza. La de una vacuna con una alta efectividad para prevenir la covid-19 y que pronto llegará a El Salvador. La noticia de la vacuna representa una esperanza que condensa muchas otras: que esta larga pandemia se termina, que pronto podremos movernos sin problemas, la distancia y la proxémica salvadoreña volvería a su sentido habitual, los espacios tradicionales de ocio y consumo se insinúan como un viejo y conocido paraíso.
En cuanto las primeras noticias se confirmaron, el presidente Bukele salió a posicionar un mensaje para la población: la vacuna en El Salvador será universal, gratuita y voluntaria. Se cuidó sin embargo de aclarar que esta gratuidad no tiene que ver con su gobierno. Esta semana, el representante de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), Jarbas Barbosa, señaló que El Salvador forma parte de la lista de los diez países más pobres y con población relativamente pequeña y que serán financiados por la iniciativa del Fondo de Acceso Global para el acceso a las vacunas de COVID-19 (COVAX, por sus siglas en inglés). Este fondo es una iniciativa de colaboración que parte del principio de que la pandemia continuará avanzando de forma rápida y que mientras no estemos todos a salvo, nadie lo estará por completo. No tiene que ver con las gestiones políticas, ni con una buena administración. Estamos en un contexto global que debe ser leído desde ahí. El anuncio de la vacuna trajo alivio y esperanza, y añade dos temas a la agenda y al debate de fondo.
El primer tema es la necesidad urgente del acceso universal a la salud, un derecho humano que se ha postergado largamente en El Salvador. Desde los privilegios de clase, muchos no caen en la cuenta que incluso el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS) excluye a la gran cantidad de trabajadoras y trabajadores informales.
El segundo gran tema tiene que ver con la necesidad urgente de dar su lugar a la educación y a la investigación científica. Este debate no es nuevo, en el siglo XIX, el proyecto que llevó al estado laico peleó para que tanto los hombres como las mujeres recibieran una instrucción intelectual que culminó con la graduación de la salvadoreña Antonia Navarro en ingeniería topográfica. Navarro fue la primera mujer graduada como doctora en ingeniería en toda Iberoamérica. Sin embargo, la educación científica y el desarrollo de la investigación e innovación en dichos ámbitos ha sido relegada por todos los políticos y gobiernos de turno desde entonces hasta nuestros días.
Las decisiones políticas suelen tener un fin a corto plazo: la victoria electoral. La educación y el avance científico solo puede conseguirse con políticas educativas de muy largo plazo y con el esfuerzo sistemático por ofrecer mejores condiciones de vida. Sin embargo, nuestra región sigue ocupándose de lo urgente y de esta forma se vuelve difícil apuntalar hacia lo estratégico. Los diez millones adicionales anunciados para el presupuesto de la Universidad de El Salvador se dice que serán designados para mayor infraestructura. Sin duda es muy importante que los nuevos estudiantes tengan acceso a espacios de estudio digno, pero, ¿cuánta de esta inversión será destinada a investigación científica que dé resultados y a programas de ciencia que permitan a la población volverse los protagonistas de su propio proceso de desarrollo?
En este espacio hemos señalado la preocupación por la proliferación de las noticias falsas. Muchas de las noticias falsas que han circulado tienen que ver justamente con tratamientos inciertos, vacunas ficticias y una serie de datos falsos asociados a la salud y, en especial, al covid-19. En una sociedad sin educación científica la charlatanería se multiplica. ¿Cómo vamos a poder decidir si queremos afrontar los riesgos que implican las vacunas que no han tenido ni un año de prueba? ¿Conoce la población salvadoreña la posibilidad de que se presenten efectos a largo plazo? ¿Somos capaces de discutir sobre la diferencia entre una vacuna que modifica el ARN y una que contiene un virus genéticamente modificado? ¿Dónde están las instituciones salvadoreñas que regulan las prácticas farmacéuticas y nos protegen de los abusos de un millonario mercado que crece gracias a la pandemia? ¿Entendemos las implicaciones éticas de esta realidad que ya ha llegado?
La política, las personas y funcionarios que se dedican a tomar decisiones sobre nuestra comunidad y nuestra vida pueden salvar vidas cuando toman decisiones en diálogo con la comunidad científica y nos permiten formar parte de ese enriquecedor debate. Si no es así, nos arriesgamos, como bien ha señalado Ignacio Losada en un texto que recoge estos debates: “Nos disponemos a entrar en un territorio casi inexplorado, del que no conocemos los peligros y que puede acabar siendo nuestra tumba”.
* Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 26.