Las enfermedades fueron una de las causas principales por las que algunas sociedades dieron inicio al conteo de sus muertes. Los mapas de muertes por cólera en Londres realizados por el Dr. John Snow, en 1854, sirvieron para muchos propósitos, entre ellos, rastrear la fuente del brote de cólera hasta una bomba de agua que estaba contaminada1. Curiosamente, contar el número de muertes sirvió para crear una narrativa que aportaría una ruta firme para encontrar la causa de un problema de salud pública.
En la actualidad parece que estamos rodeados por estadísticas y conteos de fallecidos. Todos los días aparecen publicaciones más o menos formales acerca de la cantidad de “muertos” y “desaparecidos”. Entre el siglo XIV y XV —época de la muerte domesticada durante la Baja Edad Media— aprendimos a convivir día a día con la muerte, sin mayor impacto o reparo a través de eso que Philippe Ariès llamaba “duelo seco”2. Hoy parece que hemos llevado el aprendizaje a una octava superior, a través de un conteo de fallecimientos donde los números aminoran el impacto, suavizan la noticia y, sin son “bajos” o “inferiores”, entonces mejor. Es signo de que vamos bien.
Hemos aprendido a contar las muertes e incluso a sentir una superioridad epistémica que depende, ya sea del método o de la forma elegante en que se presenta el conteo de muertes. Aparte de tener un acceso privilegiado a las estadísticas, hoy día se presenta también una pequeña competencia por quien las presenta primero, y por si fuera poco, en nuestro afán por decodificar el mensaje, perdemos de vista analizar el medio por el cual se transmiten3.
Es claro que quien domina en el mundo de las estadísticas y controla la información que sale a la luz ostenta una cuota de autoridad y poder bastante grande, pues no solo tiene datos, sino también la capacidad de orientar la voluntad, como dirán los situacionistas4 y claro, la percepción de un grupo de personas. Quien ostenta esta cuota de poder puede anunciarle al mundo que nadie murió este día y que ayer fallecieron menos personas que en el pasado. El control de esta información es tan serio que se puede inclusive predecir una cantidad estimada —de muertes— en un futuro, y más complicado aún, de forma invicta y regia: acertar. Claro, quien controla los datos predice los resultados, aunque manipular datos no sea ético, hacerlo parece un paso estratégico. Tómese como ejemplo los entierros exprés en Brasil y Nicaragua durante el contexto de la pandemia.
Pero en medio de todo ese pleito por el dominio de los datos, por la forma en que se presentan, por el tipo de método, o por la técnica, se oculta algo importante que lleva a una reflexión que va más allá del “dato” (o del positum como dirían algunos). Esta reflexión permanecerá oculta para quien sufra de un delirio en el cual los datos son automáticamente verdades absolutas. Sin embargo, quienes se aventuran a ver más allá de las estadísticas, y los certificados de defunción, encontrarán algo distinto, pues lo que hay —o hubo— son personas, gente que vivía su cotidiano, que soñaba, que anhelaba y que se sorprendía de vez en cuando, gente que amó y fue amada. Detrás de esos números, hubo personas que quizá nunca pensaron llegar a ser el número para esa presentación ostentosa, o el dato grueso en un informe o algún artículo académico —y petulante. Esas personas nunca imaginaron ser un dato en el apartado de resultados, y mucho menos, en un anexo.
Todas las muertes merecen no solo ser contadas, sino contar. Pues detrás de ese conteo se encuentra una causa que puede reflejar la ausencia de políticas efectivas en salud pública. Esas muertes, que hoy cuentan como “muertes por COVID-19”, también pueden ser el resultado de una falla estructural en el sistema nacional sanitario, que en esta ocasión, se vio potenciada por un virus. En esta línea, es importante recordar que el virus no trajo consigo el sedentarismo ni la falta de atención primaria en salud ni frenó los objetivos que vienen desde la Alma Ata5, aunque por los vientos que soplan, sí nos condujo al hospitalismo y de nuevo a la centralización y medicalización de la salud.
Detrás de una muerte que fue contabilizada por COVID-19 o por neumonía atípica, puede encontrarse una hipertensión que nunca fue manejada apropiadamente, una obesidad, la falta de ejercicio o un consumo de tabaco y alcohol que se agravó durante el período de encierro, además de las presiones de la vida cotidiana. La limitación de sólo presentar y aferrarse a un dato es mantener una visión estrecha —casi tubular— de la mortalidad.
La mortalidad humana es la confluencia de factores sociales y físicos que pueden ir desde el tabaquismo hasta la calidad del agua que se ingiere. Esos factores pueden incluso oscilar entre la discriminación y la mercantilización de la salud. En esta ocasión, muchos de estos “factores” o “cadenas de eventos” fueron acelerados por el nuevo coronavirus, y aún así, para algunos es preferible enfocar la mirada en el virus y que estos factores permanezcan ocultos. Mientras tanto, el conteo de muertes se convierte en una estrategia de propaganda.
Existen esfuerzos por pensar desde otros ángulos acerca de este fenómeno (de contabilizar las muertes). Si bien es cierto, las estadísticas tienen el potencial de hacer visibles factores y cadenas de eventos que requieren de una intervención y un cambio. Entre algunas personas que hacen un esfuerzo consciente y constante en el tema, aparecen nombres como Sarah Wagner6. Su trabajo giró en torno a recuperar e identificar a las víctimas de guerra en países como Bosnia. En su obra se presenta la enorme necesidad de identificar, y no solo de contabilizar una muerte, sino también ser conscientes que detrás de ella hay una historia que contar.
Autores clásicos —como Cécile Barraud— decían que todo el mundo se ve algún día enfrentado al acontecimiento biológico e ineluctable de la muerte de un ser querido o de su propia muerte7. Así, la muerte, aun siendo un fenómeno tan natural y cotidiano, siempre genera algún tipo de reflexión. En este caso implica pensar que detrás del “conteo de muertes” pueden encontrarse una serie de desigualdades e inequidades en salud, así como también una gama de determinantes sociales y locales que, en presencia del virus, aceleran otras condiciones y conducen a la muerte. Por eso es importante no solo contar las muertes, sino tomar en cuenta el contexto en que se presentan y también la historia detrás de ese contexto y su relación con sistemas ecológicos, económicos, políticos, sanitarios, entre muchos otros sistemas que están presentes en lo cotidiano.
De este modo, es posible pensar en contar las muertes y realizar un seguimiento de las mismas, con la finalidad de reducir las causas que originaron o aceleraron el proceso de cese de la actividad vital, ese proceso que llamamos muerte. Incluso, este proceso también puede servir para tomar medidas y diseñar políticas preventivas para solventar el problema de base. Ese reto, aparte de necesitar voluntad, recursos, pluralismo disciplinar y metodológico, también implica humanizar la práctica y reconocer que cada número es algo más que una cifra o un dato, pues detrás de ese conteo de muertes hay personas.
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Referencias
1. Soto, G. The Dead Must Be Counted. Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research & University of Chicago Press. SAPIENS (2020). https://www.sapiens.org/culture/migrant-death-counts/
2. Ariès, P. El hombre ante la muerte. (España: Penguin Random House Editorial, 1977/2020).
3. McLuhan, M. y Fiore, Q. El medio es el masaje. Un inventario de efectos. (Argentina: Paidós, 1969).
4. Debord, G. La sociedad del espectáculo. (Archivo situacionista hispano, 1967). http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/Societe.pdf
5. Kiernan, J. Alma-Ata 25 años después. (Organización Panamericana de Salud, Volumen 8 No. 1 de Perspectivas de Salud, 1996-2007). https://www.paho.org/es/quienes-somos/historia-ops/alma-ata-25-anos-despues
6. Wagner, S. What Remains. Bringing America’s Missing Home from the Vietnam War. (Estados Unidos: Harvard University Press, 2019).
7. Barraud, C. Of Relations and the Dead: Four Societies Viewed from the Angle of Their Exchanges. (Routledge, 1984).
* Jorge Molina, estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales. Artículo publicado en el boletín Proceso N. ° 44.