No es ningún secreto que el presidente Nayib Bukele es un hábil comunicador político. Ya sea por la herencia familiar (en el ámbito de la publicidad comercial) o por la certera intuición política personal evidenciada desde los inicios de su meteórica carrera política, Bukele ha comprobado ser un actor político eficaz para generar aceptación y apoyo popular. Ha sido así cómo ha podido apuntalar tanto la autoritaria y polémica forma de gobernabilidad de su gestión, como también mantener los altos índices de popularidad registrados en torno a su figura. De esta suerte, Bukele es un presidente que tiene a su servicio un super aparato publicitario que no escatima gastos dedicados a, entre otras acciones, financiar mediciones demoscópicas periódicas contratadas a la reconocida empresa Mitofsky. De hecho, sobre este tema ha habido polémica en torno a lo elevado del presupuesto que dedica Casa Presidencial a los rubros de publicidad y comunicaciones. Esto es algo que se puede documentar sin problema en los medios noticiosos del país. Lo anterior, en realidad, no tiene nada de extraordinario. Expresa una de las tendencias más constantes en las formas de hacer política a lo largo y ancho del mundo de hoy en diversos regímenes incluyendo, por supuesto, a los democráticos. En este sentido, Bukele simplemente es uno más de los muchos políticos pragmáticos y populistas que se aprovechan de las posibilidades que la tecnología les ofrece para sostenerse en sus polémicas, o no, acciones de gobierno. Por ello, en este artículo se explorarán las relaciones entre redes sociales y democracia. Las redes sociales, contrario a lo que se esperaba, constituyen una amenaza que debilita y no un soporte o apoyo para el mejor funcionamiento de la democracia, como se esperaba en sus inicios.
Para comprender esta aparente paradoja debemos, en primer lugar, ampliar la mirada más allá de las plataformas sociales como Facebook, Instagram, Twitter, WhatsApp, etcétera, que son posibles por el explosivo y penetrante desarrollo de tecnologías digitales (teléfonos móviles inteligentes, generación de datos masivos interpretados por algoritmos predictivos, amén de otros tipos más sofisticados de inteligencia artificial) que sostienen una red global que ya domina y/o controla la vida colectiva en los ámbitos de la economía, la política y la sociedad. Esta contundente afirmación claramente se encuentra en el fundamento argumentativo de un creciente número de libros surgidos en los últimos años que nos advierten de cómo estas tecnologías están a punto de derrotar a la democracia. ¿Cómo es posible, entonces, que atrás de la conectividad, las redes y las comunidades globales asome con consistente contundencia el fantasma o la amenaza del autoritarismo? No hay suficiente espacio en el presente formato de colaboración para responder completamente a dicha pregunta. Sin embargo, apuntaré rápidamente a algunas interpretaciones presentes en la reciente y amplia bibliografía surgida en derredor de este fenómeno.
La primera: desinformación y manipulación (Posverdad). Segunda: generando adicción a las redes sociales. Tercera: vigilancia y control (Big Data).
1) La eficaz desinformación y manipulación de las redes sociales es para mí la primera hipótesis explicativa de por qué las personas votan a los líderes populistas y demagógicos. Esto se consigue, por supuesto, de muchas maneras. En los primeros años de las redes, cuando a través de ellas se impulsó el fenómeno de la primavera árabe, se sostenía que las redes sociales eran un vehículo de comunicación social, de debate y de transparencia. Se sustentaba, en efecto, que Internet era bueno para la democracia porque daba voz a las personas. Esto resultó no ser del todo verdadero, como se puede demostrar. Las redes sociales, de hecho, polarizan y fragmentan el espacio público. Lo consiguen a través de interpretar la psicología y las preferencias de todo tipo de usuario: las ideologías, sus valores y creencias. Los algoritmos de las redes nos encapsulan y nos ponen en contacto básicamente con aquellos que piensan y sienten como nosotros. De ahí a volvernos vulnerables al bombardeo de discursos de odio y mentiras hay un pequeño paso. Por eso, en realidad, las redes son, más bien, fuente de honda intolerancia.
Nos hemos descubierto como seres que somos mucho más tribales y emocionales en nuestras formas de identidad de lo que creíamos de nosotros mismos. La falsedad vende y viaja más veloz que la certeza, suele reconocerse. La escala y la velocidad con que hoy circulan las mentiras (y toda clase de información, cabe admitir) no tiene precedentes en la historia de la humanidad. Por ello, podemos concluir que la manipulación (acaso hackeos de la mente) de los votantes por las redes sociales afecta los resultados electorales: ejemplos: el conocido escándalo de la consultora Cambridge Analytica y su impacto en los resultados del Brexit y de la elección de Trump.
2) Adicción a las redes. Muchos de los diseñadores originales de las plataformas sociales lo admiten: utilizaron para tal efecto los conocimientos que las ciencias de la psicología y el comportamiento humano pusieron a su alcance. Al igual que los casinos, que saben cómo explotar la compulsión lúdica de los seres humanos, las redes sociales hacen lo propio para hacernos llegar contenidos que estimulan neurológicamente nuestras percepciones para influenciar nuestro comportamiento. Generar tal adicción tiene una explicación más pragmática y comercial que conspirativa.
Personajes como Mark Zuckerberg necesitan ganar dinero manteniéndonos fieles a sus aplicaciones, y reforzando nuestras ideas (muchas veces, prejuiciadas) y alineándolos hacia las fuentes que extienden la desinformación y promueven las noticias falsas. La implicación última que merecería mucho más espacio de análisis es que la adicción a las redes opera como un veneno que mata el ideal de una ciudadanía activa, reflexiva, responsable en el espacio público de las democracias contemporáneas.
3) Vigilancia y control. Los futuros distópicos al estilo de Big Brother de Orwell ya nos alcanzaron. La tecnología de la que disponemos ya lo hace posible. Si uno se lo piensa bien es una realidad bastante escalofriante. Esto inició como un modelo de negocios inocente. A cambio de gratuidad ficticia sobre algunos servicios de comunicación tecnológica accedimos a entregar algo valiosísimo: nuestros datos personales a compañías privadas que los utilizan sin regulaciones ni preocupaciones éticas. Las empresas y los gobiernos ahora son capaces, en virtud de la tecnología, de conocer nuestras (incluso preexistentes) preferencias, intereses, valores, miedos, expectativas y deseos, mejor que nosotros mismos y saben que pueden con toda impunidad manipularlos y/o explotarlos a su interés y favor. En suma, la democracia moderna liberal representativa, tal y como la humanidad la ha construido a lo largo de trescientos años, se encuentra hoy a merced de la tecnología.
* Ángel Sermeño Quezada, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 18.