Un caso de tortura

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En la comunidad Amando López detuvieron hace pocos días a ocho menores de edad. Eran jóvenes de entre 14 y 17 años que representaron teatralmente injusticias cometidas en el pasado por la Fuerza Armada. Los sacaron de sus casas a medianoche, los golpearon, los retuvieron en una casa abandonada, los amenazaron diciéndoles que nunca más volverían a ver la luz y les tiraban pieles de banano, diciéndoles que solo eran dignos de comer eso. No fueron entregados a la Policía hasta varias horas después. El conjunto de actividades acumuladas, además de ser una detención ilegal, debe tipificarse como un delito de tortura.

El Salvador ratificó en 1994 la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura. Y en ese texto legal apropiado por el Estado salvadoreño y vigente en el país se dice textualmente que “se entenderá por tortura todo acto realizado intencionalmente por el cual se inflijan a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales, con fines de investigación criminal, como medio intimidatorio, como castigo personal, como medida preventiva, como pena o con cualquier otro fin”. En el caso en cuestión, es evidente que se hizo sobre todo como medio intimidatorio y como castigo personal por haber los jóvenes denunciado abusos de la Fuerza Armada.

Desde hace años, la comunidad de derechos humanos y algunos abogados y jueces que son juristas y no picapleitos vienen denunciando la nula vigilancia del derecho convencional vigente en el país y superior a la ley secundaria. Con respecto al delito de tortura, hay, desde hace ya muchos años, quejas frecuentes respecto a amenazas sistemáticas, golpes y malos tratos. Los diputados irresponsables, hipócritas y permisivos con este tipo de delito, tanto en la actual como en anteriores legislaturas, se han negado siempre a ratificar el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles Inhumanos o Degradantes de las Naciones Unidas. Este instrumento convencional sería sumamente útil para supervisar, denunciar y prevenir el abuso, a veces brutal, que se comete con cierta frecuencia contra personas detenidas, sean inocentes, como en el caso descrito, o resulten culpables.

La no aceptación del instrumento internacional, así como la indiferencia de los tres poderes de la República ante casos de tortura nos mantienen en una situación triste. La Fiscalía debería estar mucho más atenta a esta situación y no permitir este tipo de abusos, independientemente de que se ratifique o no el mencionado Protocolo. Los diputados, que con tanta facilidad dicen que hoy todo está mejor que antes, deberían demostrarlo aprobando la normativa. Si no lo hacen, tal vez no se pueda decir que estamos peor que antes, pero sí se podría afirmar que estamos igual que antes: la versión 2.0 de los mismos de siempre.

En el país existe una cultura del castigo y de la venganza, y se tiende con frecuencia a la crueldad. Proteger gatos y otros animales es bueno. Pero es inconcebible que autoridades de los tres poderes cierren los ojos ante el maltrato de personas, sean estas sospechosas de delitos o sean lo que el vicepresidente cínicamente llama “daños colaterales”. La tortura es un delito muy grave y nunca puede considerarse un daño colateral. Y quienes hoy favorezcan la impunidad de esta ilegalidad podrán encontrarse mañana encausados judicialmente por un delito de omisión. Hoy como ayer, ni se puede ni se debe gobernar un país enfrentándose con defensores de derechos humanos y saltándose irresponsablemente las obligaciones convencionales derivadas de los tratados que el país ha ratificado.

Además de llevar a juicio a quienes cometieron el delito de tortura en el caso de la comunidad Amando López, los responsables de los tres poderes deberían emprender un diálogo franco y tranquilo, sin agresividad, con la sociedad civil y los defensores de derechos humanos. Escuchar y rectificar honraría más al Gobierno que andar defendiendo lo indefendible en el ámbito internacional. Aprobar el Protocolo Facultativo contra la Tortura sería un paso que demostraría no solo buena voluntad, sino también el deseo real de erradicar una cultura de violencia que tiende a expresarse en el castigo físico y en el maltrato psicológico a las personas detenidas, más allá de su culpabilidad o inocencia.

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